
La escritora canadiense Mazo de la Roche.
EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS
Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.
Ocurrió en una localidad canadiense. Una ciudad pequeña, Newmarket –pequeña para aquellas grandes extensiones–, de ambiente tranquilo y presidido por el prehistórico lago Simcoe. Allí vio la luz Mazo de la Roche un 15 de enero de 1879. En realidad, Mazo Roche. Un tío suyo, dispuesto a triunfar en París, añadió el aristocrático “de la” para sonar más francés. Por otro lado, el exótico nombre de Mazo correspondía, o parecía corresponder, al apellido de un amigo español de su padre (ella sostuvo, en cambio, que correspondía al nombre de una antigua amante). Una hija única con una infancia bastante agitada y con bastantes cambios de escenario, debido a las actividades comerciales de su padre y a la mala salud de su madre. Una niña solitaria rodeada de aquellos ancianos que eran su familia más cercana.
De los miembros de su familia solía decir Mazo que se trataba de un puñado de “distinguidos don nadies” (aunque su obra estuvo llena de matriarcas poderosas, cuyo perfil basó en sus propios ancestros femeninos). Cambió su vida al entrar en relación con una prima suya de su edad, Caroline Clement, que se trasladó a vivir a la casa de Mazo cuando sus padres se arruinaron y decidieron buscarle otro hogar. Las dos niñas se hicieron inseparables. Vivieron juntas en lo sucesivo, en una extraña relación (a la que se sumó la fox terrier Bunty) que siempre logró mantener en torno a ella discreción y una distancia prudente de los azares de la vida pública, a la par que la blindaba de aquellas sospechas que solo se formulaban en voz baja.
Estamos ante una escritora precoz que, sin embargo, tardó bastante en tener reconocimientos. Su primer texto lo escribe y publica con nueve años. Se titulaba “Nancy” y es un retrato de sí misma. Causó gran admiración entre sus profesores que, como que no era la cosa, aprovechaban para advertirle que aún no tenía edad para entrar en esas lides. Pero ella siguió escribiendo (siempre a lapicero), en gran parte por tozudez, y en parte, también, porque era lo único que sabía hacer. Así que fue publicando en revistas variopintas –por lo general en aquellas bien nutridas de relatos en rosa para complacer supuestamente a un público femenino–.
Calculada agonía
No fueron tiempos fáciles los de sus comienzos. Tan poco lo fueron que cuando Mazo tenía 21 años cae en una profunda depresión. Varios factores se confabulaban para que terminara medicada y en manos de un psiquiatra. Sus biógrafos, cuando no ella misma, señalan la incapacidad de su madre para ejercer de madre, la debilidad del padre… y la decisión de ser escritora, o, lo que es igual, hacer carrera, algo incompatible con el proyecto de crear una familia, esa exigencia tácita que la sociedad dictaminaba a toda mujer, reservando toda suerte de infortunios a las disidentes. Una vez más, son las caminatas con Caroline a orillas del lago Simcoe, y las distendidas conversaciones con ella, las que, poco a poco, reflotan su espíritu en las aguas de la melancolía.
Al recordar sus tempranos avatares literarios, puntualiza: “Escribí mis primeras historias en una especie de calculada agonía. Entendía que los agónicos verdaderos se apartaban de aquello que necesitaba un escritor: público”. Es decir, entendía que la escritura tenía que reflejar esa tensión, esa especie de dimensión doliente… que solo era parte de la ficción. Por lo demás, detestaba a los agónicos. A los agónicos de la escritura.
Y es que ella vivió en dos dimensiones. En la más literaria, una vida intensa. En lo personal, una vida hogareña, entre Toronto y Londres. Cuando ya tenía una edad para ser abuela adoptó dos chiquillos –niño y niña–. Eran los hijos de unos amigos que habían fallecido en Italia. Le tiraba más estar con sus vecinos, ocuparse de su jardín o pintar paredes que el tiempo que compartía con las llamadas “personalidades” de su tiempo. Su encuentro con W. H. Auden apenas lo reseña en una línea. Y la descripción de la fiesta convocada por Bernard Shaw, que encabeza con un “¿Puede la genialidad servir de excusa a la zafiedad?”, la zanja con tres líneas más dedicadas a los insultos que el Nobel de Literatura prodigó a sus invitados. De manera evidente despreciaba la vida social en una especie de aristocrática misantropía –las situaciones y la gente nueva la agotaban y trataba de ponerse a salvo–. En realidad era una reclusa unida a la realidad por el cordón umbilical de una nutrida correspondencia con los miles de admiradores que cada día le hacían llegar sus cartas.
Éxito tardío
El éxito la sorprendió en 1927, cuando ya había cumplido los 48. La saga de los Whiteoak era su cuarta novela; mejor dicho, su cuarta obra: la saga estaba constituida por 16 volúmenes. Ganó el premio “Atlantic Monthly Prize”, dotado con 10.000 dólares, cantidad nada desdeñable en aquella época. A mediados de los años cuarenta volvió a la que sería la segunda parte de la saga más famosa de la América del Norte, llevada con éxito a los teatros londinenses de los años cincuenta y a los seriales televisivos en los años setenta, ya fallecida la autora (en España se estrenó bajo el título de La mansión de Jalna). En 1938 fue la primera mujer que recibió la más alta distinción de la Royal Society. Hay quien sostiene que, a pesar de que su éxito global la llevó a pasear el nombre de Canadá por el mundo, Canadá parece haberla olvidado. Y eso que durante la Segunda Guerra Mundial fue la única autora canadiense conocida en Europa…
De hecho, a finales de los años cincuenta, pocos autores habían adquirido la importancia y proyección internacional de Mazo de la Roche. Noticias literarias, prestigiosa revista francesa que se dedicaba a inventariar los títulos de los libros más vendidos, consignaba en 1958 que, escasamente por detrás del mítico Doctor Jhivago y de alguna obra de Pearl S. Buck, se situaban las obras de Mazo de la Roche.
En 1957 salieron sus memorias, Ringing the changes (escritas para Caroline “de principio a fin”, como se enfatiza en la propia dedicatoria), una reflexión sobre su vida y, sobre todo, un recorrido por su envejecido, y casi extinto, árbol genealógico.
Falleció el 12 de julio de 1961 en Toronto. Más allá de algunas iniciativas como poner los nombres de sus personajes a las calles de la localidad de London, en Ontario, o la excentricidad de convertir la que fuera su casa en el centro de la Sociedad Zoroastriana, lo cierto es que Mazo de la Roche murió para ser olvidada. En 2012, la película El misterio de Mazo de la Roche trató de exhumarla de la zona penumbrosa del olvido. Pero fue apenas un punto como una luciérnaga que luego, como corresponde a su naturaleza, se apagó en pocos segundos.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 44, MAYO DE 2016
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