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Atlántica XXII

Música celestial, por Mariano Antolín Rato

Opinión

Música celestial, por Mariano Antolín Rato

Texto publicado en el número 57 (julio de 2018)

Mariano Antolín Rato

El título podría sugerir que aquí se va a tratar del empleo de palabras rebuscadas y superfluas. Y como muestra de esto puede bastar la mayoría de los libros que publican los cientos de poetas por kilómetro cuadrado localizables en casi cualquier parte de este país. Su constancia en el empeño, si no resultara tan latosa, incluso produce cierta ternura.

También conviene advertir, por si acaso, que lo de «música celestial» tampoco tiene ninguna relación con los supuestos sonidos etéreos típicos de alguno de los paraísos prometidos para los justos por las religiones del Libro. Deséchense, pues, inmediatamente las huríes y los ríos de leche y miel del islamismo. La contemplación eternamente gozosa de un Dios con mayúscula y barba que premiará a los cristianos arrepentidos de sus pecados a base de aburrirlos para siempre jamás. O el magnífico lugar donde habita Yahvé con ángeles de muy diversas clases de la tradición judía. Y disculpen las anteriores simplificaciones de un descreído quienes aún se mantengan fieles a esas u otras doctrinas.

Aquí el título hace referencia a la música inefable que expresaba la belleza y la verdad del universo. La música producida por la armonía de las esferas y la rotación de los cuerpos celestes. Esa cuyo descubrimiento se atribuye a Pitágoras (560-480 a. C.) y que llevó a sus seguidores a establecer una simbiosis entre número y sonido. Es más, como sabe alguno de los ya escasísimos interesados por la filosofía, materia suprimida de los planes de estudio, los pitagóricos otorgaban a tan íntima fusión un valor que traspasaba el ámbito propiamente sonoro, hasta abarcar por completo la realidad.

Bien, pues el que se trate aquí de una cuestión tan aparentemente demodé, lo motiva un experimento del que he tenido noticia reciente. Lo recoge el siempre certero crítico musical italiano, afincado en España, Stefano Russomanno, en su libro La música invisible (Fórcola Ediciones, Madrid, 2017).

 

Los pitagóricos otorgaban a la fusión de número y sonido un gran valor

Se realizó partiendo de las imágenes en alta resolución enviadas a la Tierra por las sondas espaciales Voyager cuando pasaron relativamente cerca del planeta Saturno. A algún excéntrico se le ocurrió la, sin duda, insólita idea de reproducir con la mayor precisión posible aquellas fotos de Saturno en forma de surcos sobre un disco de vinilo. Después de conseguirlo, convocó a un grupo de amigos aficionados a la música con objeto de que oyeran el resultado. La mayor parte del disco consistió en un desagradable encadenamiento informe de ruidos sin sentido. Pero, de pronto, uno de los presentes aseguró que había reconocido, entre la sucesión de frecuencias amorfas, un pequeño fragmento de la Ofrenda musical, de Juan Sebastián Bach.

Está claro que el proyecto era en sí mismo una insensatez y carecía de cualquier rigor científico. Sin embargo, que esa obra concreta de Bach estuviese «sonando» en un gélido lugar del Sistema Solar situado a más de un millón de kilómetros de la Tierra, hizo que Russomanno escuchara de modo especial esa pieza, una de las últimas de Bach. Si se le imita, como fue mi caso después de leer su libro, resulta imposible no advertir que constituye una especie de hermoso laberinto sonoro donde la música se bifurca y devuelve al punto de partida por medio de sugerencias secretas.

Algunos musicólogos han apuntado que en su construcción resuenan los principios de las teorías pitagóricas. Aunque insisten que les resulta imposible determinar cuáles pueden haber sido los motivos que impulsaron a Bach a componer una obra con tal aura de carácter esotérico. Pero en sus detallados análisis señalan que, si bien la Ofrenda musical no es una imitación del movimiento de los planetas, en la partitura queda recogido lo esencial del sistema heliocéntrico con ayuda de un lenguaje simbólico.

En cualquier caso, escuchándola uno comprende aquella frase de Cioran donde decía terminante, como es propio de él, que sin Bach la existencia del mundo sería ficticia. Ahora, les toca a los astrofísicos actuales encontrar una música celestial comparable en sus intrépidas y sorprendentes teorías sobre el universo en expansión.

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