
Juan Ignacio Ruiz de la Peña, a la izquierda, en un acto en Avilés. Foto / Sergio López.
Rafa Balbuena / Periodista.
“A modo de saludo, y para que entiendan el alcance de la lesión que no me ha permitido comenzar el curso en la fecha debida, les diré que si a partir de los 55 años a uno no le duele algo al despertarse… entonces es que está muerto. De modo que espero que esta hernia me siga dando la murga por lo menos hasta el próximo mes de junio”. Así, ilustrándonos con humor socarrón y la espalda hecha un Cristo, comenzó la primera clase de Historia Medieval de España que, hace ya unos años, recibí de Juan Ignacio Ruiz de la Peña en la Facultad de Historia del Campus de El Milán. Una simple anécdota que, ya desde el primer momento, avisaba de que don Juan Ignacio –Nacho para todos, en las distancias cortas– estaba hecho de otra pasta, muy distinta de la del catedrático al uso en la adocenada Universidad de los años noventa del pasado siglo. Y más en aquel nido de consignas, favoritismos y demás corruptelas en que estaba deviniendo aquella Facultad, a la que otros compañeros de claustro se referían, al margen de sus ideologías respectivas y con no poco cinismo, como “la Santa Casa”. Así, con un par y sin el mínimo asomo de vergüenza.
Hoy es cuando se ve claro, en todo caso, que la de Nacho Ruiz de la Peña, fallecido el pasado martes a los 75 años, era otra forma de ser persona y profesor. De ser buena persona y profesor universitario, destaco. Porque al margen de lo abultado de su obra investigadora, la suya era una didáctica que hundía sus raíces en la tradición, muy medieval ella, de pasar el testigo del conocimiento de maestro a alumno. Lo mismo que hicieron con él docentes como Juan Uría Ríu o Eloy Benito Ruano, cuya labor no cesaba de ponderar a su manera: citándolos como maestros y amigos, siempre con una virtud seguida de la otra. Y así, sin solemnidad y con amenidad, se sentaba ante sus alumnos, encendía un Camel light –aunque en 1996 se supone que ya estaba prohibido fumar en el aula– e hilaba su inimitable discurso, voz pausada y tono suave, que podía versar sobre Crónicas rotenses, invasiones normandas, redacción de cartas forales o fundación de Polas, pero en el que se colaban, de continuo y sin desentonar, referencias cruzadas a las costumbres seculares del mercado de Grao, los hallazgos prehistóricos en Llonín o Lascaux, las imprecaciones del general Prim contra los Borbones, la toponimia aragonesa y occitana o el marisco de roca de la Concha de Artedo. Con naturalidad absoluta, siempre didáctico y con algún que otro puyazo suelto, que en eso también Ruiz de la Peña era único. Su opinión sobre las teorías de fundación de Oviedo de Sánchez Albornoz, que él no compartía en absoluto, las solventaba con alguna acotación que, bajo la apariencia de colleja académica, no ocultaba su cariño y admiración por la figura del recordado medievalista. O su valoración sobre la entonces reciente colocación de farolas fernandinas en barrios como La Cadellada o Veguín, una ocurrencia urbanística cuyo efecto veía “igual que poner un hórreo en Manhattan”. Genio y figura.
Por extensión, con Ruiz de la Peña quedaba claro y con hechos que conocía y amaba Asturias, sus tradiciones y su historia sin ambages, con el añadido de que, además, sabía amarla, labor complicada en esta tierra de envidias que tiene algo de mala madre y bastante más de peores hijos. Así, dejó patente, por la vía del conocimiento y la labor investigadora (la que se demuestra andando por la vida y por los caminos) que no se casaba con partidos, causas, ideologías ni políticos a título personal. Sabía hacerse valer y querer, escuchaba, escribía, explicaba y comprendía, se reía mucho con todo y con todos, y por encima de todo disfrutaba de sus cosas, en las que cabían tanto la ciencia histórica como una ruta de montaña por Cerredo, unas sidras en la calle Gascona, el Tour de Francia, una sesión de cine clásico en blanco y negro o un fin de semana jugando y cuidando a sus nietos. Se hizo respetar dentro y fuera del ámbito universitario y supo mantener su independencia sin dejar jamás de ser fiel a sus amigos. Y nos enseñó la lección de que para amar una cosa, la que sea, hay que conocerla desde el lado crítico. El mejor legado que un profesor puede dejar a sus alumnos, en suma.
Echaremos de mucho, muchísimo de menos su bonhomía y su agudeza a partir de este momento. Se nos ha ido un gran maestro y un amigo inolvidable del que tuvimos la dicha de conocer y aprender. Y si hay alguien esperando al otro lado de la muerte, seguro que a estas horas Nacho estará saludando sin cesar a muchos que nos fueron dejando antes. Aunque no me cabe duda que, de ser así, al poco se habrá escurrido del jaleo y las efusiones con una sonrisa y mil abrazos, y a la chita callando habrá corrido a buscar a Alfonso II o a Ramiro I, para hacerles unas cuantas preguntas sobre lo que ocurrió en aquella Asturias del siglo IX. Si se los ha encontrado, pueden apostar que tras presentarse, les habrá dicho algo como esto: “¿Han oído ustedes hablar de ese relato que se llama Pídele cuentas al rey? Pues a eso mismo, precisamente y con todo respeto, es a lo me iba a referir yo ahora…”.
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