La sorprendente vitalidad de un arte casi extinto

En la ópera se pueden ver chupas de cuero y abrigos de visón. Foto / Irma Collin.
Considerada durante décadas como algo elitista y solo para pijos, las convenciones sobre la ópera impiden disfrutar de un arte musical y un espectáculo total que durante los siglos XVIII y XIX también tuvo un enorme éxito popular y solo en ciudades pequeñas como Oviedo o Bilbao y en sociedades muy politizadas como la española se sigue viendo con ojos prejuiciosos, arrebatados por el clasismo melifluo del periodo franquista. Publicamos, al respecto, un artículo del periodista Luis Feás Costilla.
Concretada en sus términos hace poco más de cuatrocientos años, con el estreno el 24 de febrero de 1607 de L’Orfeo de Claudio Monteverdi, ya a mediados del siglo XVII la ópera pasó del restringido ámbito de la aristocracia palaciega a públicos más amplios. A la inauguración del teatro San Casiano de Venecia en 1637 le seguirían otros veinte teatros en la misma ciudad italiana y en otras capitales como Nápoles y Roma. El nuevo arte pronto se expandiría a metrópolis como París, Londres y Viena y se reforzaría su parte teatral, con las arias comprimidas entre largos recitativos. Se distingue entre la ópera seria y la ópera bufa, destinada a clases más populares, y en 1778 se inaugura la Scala de Milán, donde Giuseppe Verdi, ya en el siglo XIX, tendrá éxitos arrolladores, con sus coros convertidos en verdaderos himnos nacionales. Con el alemán Richard Wagner se llegará al arte total, en el que música y escena serán un todo indisociable. Pronto empezarían a surgir escuelas nacionales como la rusa e incluso en España, que cuenta con un género propio y en su tiempo muy popular, la zarzuela, se creará un ingente número de óperas, que solo ahora se están empezando a recuperar gracias a la labor del Instituto Complutense de Ciencias Musicales (ICCMU), de Emilio Casares.
A lo largo del siglo XIX la ópera se convierte en una de las aficiones más solicitadas y todas las ciudades de cierta entidad construyen su teatro, al que acceden tanto la burguesía como las clases bajas. Los patios son auténticas corralas, mientras las clases elevadas ocupan los palcos. En 1892 se inaugura por ejemplo el Teatro Campoamor de Oviedo, incendiado en la Revolución de 1934 no por los mineros sublevados sino por los militares que se encontraban en el anexo convento de Santa Clara, para salvar su retaguardia. Solo después de la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, tras el callejón sin salida en el que se mete la música culta, desde el dodecafonismo de Arnold Schönberg hasta el silencio de John Cage, comienza un inevitable declive, a pesar de figuras señaladas como el británico Benjamin Britten o el italiano Giancarlo Menotti y que todavía se siguen estrenando títulos. En la Temporada de Ópera de Oviedo que ahora concluye se pudo ver representada Ainadamar, del compositor argentino Osvaldo Golijov, nacido en 1960.
Chupas de cuero y abrigos de visón
De todas maneras se puede decir que desde entonces ya no hay apenas creadores, solo intérpretes, de ahí la importancia de cantantes y directores de orquesta y escena. Durante el franquismo se produce en España una apropiación por parte de las clases dirigentes, que ocupan el patio de butacas, crean las temporadas de ópera y las convierten en algo exclusivo, inaccesible a los que no tienen dinero ni posición social. Pero con la llegada de la democracia se produce una significativa apertura, sobre todo a partir de los años noventa del pasado siglo, cuando se amplían los ciclos y por consiguiente hay oferta de entradas más baratas, accesibles a todas las economías. Hoy se puede ir por menos dinero a la ópera de Oviedo que a un concierto de Bisbal y en el teatro se pueden ver tanto chupas de cuero como abrigos de visón.

La ópera sigue siendo vista como un espectáculo burgués. Foto / Irma Collin.
Sin embargo, sigue existiendo un prejuicio en contra por parte de los sectores progresistas de la cultura, que no reconocen esa voluntad de abrirse a todos los sectores sociales de las asociaciones de ópera. A modo de ejemplo se podrían poner dos opiniones contundentes, una a cargo del prestigioso escritor vasco Bernardo Atxaga, quien en una entrevista en el número 23 de esta revista afirmó que “no iría a la ópera ni atado”, y otra del reconocido crítico de literatura José Luis García Martín, profesor de la Universidad de Oviedo, quien en uno de los diarios que publica semanalmente en La Nueva España exclamaba: “¡Qué mundo tan ridículo el de los aficionados a la ópera!”, en referencia a la Agrippina de Händel puesta en escena por Marianne Clément en la LXV Temporada de Oviedo.
Estas opiniones no tendrían demasiada importancia si no fuera porque afectan a las asignaciones presupuestarias, sobre todo cuando los que mandan son Gobiernos de progreso, que siguen considerando la ópera como un espectáculo elitista. A eso se unen también cuestiones localistas, al menos en Asturias. En realidad, la ópera es una actividad cultural que necesita del impulso de las ayudas públicas pero que resulta rentable cuando tiene las dimensiones adecuadas, como ocurre en Oviedo, que multiplica por diez en impuestos las subvenciones que recibe del Principado. Aun así, las partidas son cada vez más restringidas, con la consecuente merma de capacidad de la que el principal perjudicado es siempre el público.
La pugna entre progresistas y conservadores se puede apreciar sobre todo en la escena, que es el territorio donde se libran las principales batallas, una vez extinguida la polémica en términos creativos. Por un lado están los modernos, como el hasta ahora mismo director artístico del Teatro Real de Madrid, el belga Gerard Mortier, o la citada directora de escena francesa Marianne Clément, con sonados pateos en el Teatro Campoamor de Oviedo, que consideran que las óperas barrocas no se pueden entender sin ser actualizadas y traídas al tiempo presente, como si el público fuera tonto. Y por otro los antiguos, que priman de manera absoluta las voces de los divos y prefieren en el escenario el inmovilismo, aunque sea de cartón piedra.

Sobre la escena se libra el fuego cruzado entre progresistas y conservadores. En la foto, representación en Oviedo de «Ainadamar», una ópera del siglo XXI.
Foto / Ópera de Oviedo.
Estos extremos también se enfrentan dentro de las Asociaciones de Amigos de la Ópera. Unos y otros no se dan cuenta que ya no se trata ni de epatar ni de ceñirse al restrictivo espectro de un oído bien educado, sino de conseguir un espectáculo de calidad en el que también intervenga la vista y haya una gran diversidad de juicios posibles. Sorprende, de todos modos, la vivacidad de esta disputa, que demuestra la vitalidad de un arte al que algunos dan por fenecido.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 30, ENERO DE 2014
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