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Óscar Díaz: “Se necesita en la literatura una dosis de maldad”
Viene Óscar Díaz (Langreo, 1997) de ganar uno de los premios más prestigiosos de Poesía Joven de este país: el Félix Grande (presidía el jurado Luis Alberto de Cuenca). Al mismo tiempo, ganaba las Olimpiadas de Filosofía asturianas, con un expediente de bachillerato donde las matrículas o sobresalientes producían en propios y ajenos un segundo deslumbramiento. Rosa hermética, su poemario ya en las librerías, está llamado a revolver conciencias, provocar ritos mágicos, ríos de tinta, hechizos tan variados como crueles o dañinos. Óscar Díaz viene de un eterno sueño pop de noches interminables, mujeres guapas como sombras espectrales y una cata de buena literatura como último mordisco del alma que empieza a dejar de ser joven y ve en el peligro una extraña suavidad o metamorfosis sibilina. Cuando ve la luna, aúlla en los sitios, generalmente vestido de naranja y con una cojera simulada a lo Lord Byron.
Diego Medrano. / Escritor.
Ahora, en contra de hace unos años, todo es “línea clara”. Su poesía, sugerente mezcla de Rimbaud y Mallarmé, huye de eso. Una poesía, voluntariamente oscura y enigmática, donde muchas veces, como decía Caballero Bonald de Garcilaso, hay que entrar en ella con antorchas para iluminarse y ver algo. ¿Qué me dice de tal poética?
Apuesto por un concepto que se encuentra sustraído y se vuelve sustituible debido al asentamiento de un múltiple efectivo. También, en ocasiones, hay elementos imprevisibles que nacen de la participación de símbolos ya dados que se deforman. Ahí se halla uno de los afluentes de mi caudal poético, que es mucho más amplio e inexplorado.
Es un fanático del decadentismo. El decadentismo, en su acepción más teórica, tiene dos vertientes. Por un lado, sentirse el fin de algo. Por otro, sentirse distinto al resto. ¿Qué muere, de algún modo, con usted? ¿De qué mesnada o rebaño, en la contemporaneidad más estricta, se separa usted?
Aún no lo sé, no lo puedo definir; pero lo indefinible no tiene por qué ser negable. Sí podría decir que me aparto del confinamiento que proscribe a la poesía; esto es, los círculos y sus observaciones. Lo que me lleva a darme de bruces con lo que Mallarmé llama palabra vacía y que me conduce hacia un profundo criticismo. A día de hoy se necesita en la literatura una dosis de maldad.
Forma y espíritu
Mallarmé es el simbolismo antes del simbolismo. Ejerce y practica, por así decir, una “afinidad oculta” entre pensamiento y lenguaje. La esencia última del sistema expresivo, sí, es una articulación conceptual. Eso lleva a una poesía intraducible: el poema es un organismo hermético, un artefacto unitario, un hecho lingüístico que en ningún caso admite versiones ajenas al orden poético propiamente dicho. Hay quien opina que está más cerca de las matemáticas y su mística, con todo el juego métrico, que de la literatura…
Mallarmé ha de leerse en francés, no se concibe otra lectura para, por ejemplo, “Una tirada de dados”. Mallarmé consigue una comunión entre forma y espíritu, que crea una nueva epistemología; una gran sofística cuyo límite es la sucesiva producción del lenguaje. Además, hay que diferenciar en él pensamiento de conocimiento como nos enseña Heidegger partiendo de Kant. En poesía, en filosofía y en aquello que implica al texto no hay por qué entender nada a priori, puesto que la interpretación, el bagaje del texto, depende del ser individual. He ahí el problema de la claridad del objeto que nos lleva a afirmar que el saber y el pensar han de ser producidos por uno mismo y no dados desde fuera. La obra de Mallarmé, igual.
Decía Octavio Paz que no hay sujeto poético que ocupe el centro de la poesía de Rimbaud, que este se ha ido desplazando, y es una energía de la propia escritura la que sigue haciendo leer, con feroz intensidad. No todos los poetas practican esta intensidad lisérgica, donde la vida entra en llamas, esta forma de escribir salvaje y anónima, como sugería Paz.
Claro, el objeto en Rimbaud es extirpado de toda su área de emanación o bien desconcertado por un completo solipsismo que lleva a que pueda interpretarse como intercambio o pérdida de todo nombre propio. No creo que me equivocara si lo llamo impresión.
Rimbaud, punto cardinal de toda su obra, hablaba en la “Carta del vidente” de “un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos para alcanzar lo desconocido”. ¿Dónde se encuentra ese “desarreglo” en su vida de lector, en su vida de poeta y en su vida de ciudadano común? Tal vez, como quería Hölderlin, estar solo y sin dioses sea la muerte.
Ese desarreglo que usted menciona no siempre es fáctico, no hay una conexión determinada. Sí puedo afirmar que aparece como un desarreglo lúcido, una desintegración del yo. De este modo, el sujeto se convierte en una entidad no existencial. No sé, tal vez de eso hablaba Keats cuando exponía que el poeta es un ser sin identidad.
Media crítica francesa se cuestiona si Rimbaud dijo en Una temporada en el infierno si la vida estaba “ausente” o “en otra parte”. Si la verdadera vida está en otra parte es que existe y se puede buscar, mientras que si está ausente, por más que exista, nunca podrá alcanzarse. ¿Cómo sale usted de este dilema crucial a título de poética?
La verdadera vida siempre está ausente en tanto que es vida. Lo importante se averigua dentro de la tierra que tomamos y vamos trazando. Además, ambas proposiciones forman un manual al uso, una exégesis estética y vital. Podría interpretarse como una existencia alcanzable, pero –entiéndame bien– a través de lo que los místicos llamarían la noche oscura del alma.
Me apasiona de usted la figura del “artista ofendido”. Un Poe, un Baudelaire. Una tradición incluso más peligrosa: la de Murger (Escenas de la vida bohemia) o Cervantes (Viaje del Parnaso): un odio, explícito, a la burguesía por sus valores ordinarios (dinero, familia, orden, religión, trabajo) y un único oficio, el de la belleza, sin concesiones.
En un epigrama dentro del poema XX de Rosa hermética hablo de esa búsqueda de la belleza (“La continua búsqueda de la casualidad / para encontrar la belleza / que nunca ha existido”), la cual va más allá. Intenta llegar a una realidad sin sombras mediante la sugerencia. Por lo tanto, el poeta se yergue como el Hombre sin referencias. Y, siguiendo la propuesta cervantina que usted ha empleado, creo que tendría que llevarse a cabo ese argumento de Viaje del Parnaso.
La cualidad de la mentira
Ahora todo el mundo carga contra lo que fueron los Novísimos. Todo su vivo y ardiente ejemplo de la Cultura como máscara. Me decía Gimferrer en Barcelona: “Jamás he visto la Cultura como algo distinto a mi propia vida”. ¿Es malo estar ahí? Lacan hablaba de que la verdad tiene estructura de ficción, y mucha ficción y mucha verdad hay en la cultura entendida como vida absoluta.
La Cultura y la vida son inseparables. Incluso me aventuraría a decir que no son disociables. Además, tampoco me interesaría que fuera de otro modo y, recurriendo a Lacan, nos desenvolvemos en una máquina teatral. En suma, la mentira puede constituir una cualidad.
El bohemio siempre escribe sin público. Usted es un bohemio. Siempre está la minoría, la “inmensa minoría” que decía Juan Ramón, en el caso del escritor voluntariamente culturalista o restringido. La obra, así contemplada, se salva por la pureza y las escasas concesiones a la mediocridad, que manchan un horror.
Eso es así. La poesía ha de entenderse como un don, un regalo y, al mismo tiempo, un sufrimiento; creo que un buen reflejo de ello lo encontramos en el albatros de Baudelaire. Luego el poeta fluctúa entre los dos mundos propuestos por Wittgenstein en el Tractatus: el Mundo de los Felices y el Mundo de los Infelices. Aunque, irónicamente, decía Aristófanes que no hay ninguna parte de nosotros que irremediablemente esté perdida para siempre.
Su cóctel prioritario fue hacer un libro hermético en la forma y simbolista en el contenido. Cabral de Melo sostenía que un poeta siempre tiene que traducirse en imágenes claramente visualizables. Que la “angustia verde” no quería decir nada. ¿Qué opina usted del lenguaje contemplado así como cascada de imágenes?
El lenguaje, en esa contextualización, se desarrolla como una sintaxis en forma de cadena lógica. Entonces, hay que penetrar en la palabra poética y que ésta resuene manteniendo su estado de transparencia; intentar alcanzar el nombre exacto de las cosas que pedía Juan Ramón Jiménez. A partir de ahí toda contemplación requiere un fondo, un imaginario representativo que debe crearse. En el trato de la palabra veo un maestro en José Ángel Valente.
Usted opina que el lenguaje no existe. ¿Podría desarrollar esta veta o línea? Exista o no, Poe hablaba de “contar lo que se oculta”, eso era literatura. Y Chéjov añadía: “El orden jamás es una casualidad”. Todo lleva a esa unión peligrosísima de azar y orden. Esa “matemática tiniebla” donde se mueve usted, absolutamente inflamable.
El lenguaje no existe, es una gestación continua. Su aventura sirve para solicitar hechos que actúan, principalmente, como función. No obstante, desde su apartamiento se puede obtener o, quizá, producir una realidad aparejada con la verdad. En ese límite de extrema torsión puede surgir lo que salva. Esta magnificencia funcionaría como clausura de toda ontología y, por ende, de su consonancia. Del mismo modo, el poeta, como ser del que pende el lenguaje, se equipara al parnasianés de Foucault; es decir, un mensajero siempre en riesgo por la verdad.
Desaparece Óscar Díaz en su cortocircuito de muchos libros por leer, de muchos libros ya leídos, y de una ciudad (Madrid), que está empezando a conquistar a golpe de vaso de tubo, furias y rizos de saltimbanqui, y una fe en la literatura por la que comienza, en su caso, el reino festivo de la fantasmagoría y sus sombras. Ríe en francés, y muestra una sonrisa de oreja a oreja, plena y radiante rodaja de sandía, cuando la conversación trae a colación alguna maledicencia del mundo literario y sus miserias. Entonces, asunto curioso, le da por empezar a pagar él los vinos.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 40, SEPTIEMBRE DE 2015

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