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Atlántica XXII

Otras rarezas: la propaganda en el caso catalán

Afondando

Otras rarezas: la propaganda en el caso catalán

El discurso nacionalista contradice la realidad, como en el cuadro de Magritte.

EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS.

Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.

Orwell creía que el totalitarismo y la corrupción del lenguaje iban de la mano. No le faltaba razón: en esa eventual alianza se distorsionan hechos y conceptos. Por eso la situación en Cataluña tendría que ser algo que abordásemos más los lingüistas -o los literatos- que los politólogos, que no trabajan en el campo ni de la ficción ni de la enajenación del lenguaje. Vivimos una distopía, una anti-utopía. Lo sorprendente es que todas las fuerzas políticas, sociales y mediáticas hayan aceptado el juego que proponen los aprendices orwellianos.

La propaganda nacionalista no ha crecido como por ensalmo en estas últimas semanas, por más que ahora se haya visibilizado hasta estrangular la palabra y empañar la propia visión de quiénes éramos, y se apropiara de eso que ahora los periodistas de postín llaman “relato” -lo que no deja de ser otra prueba de que vivimos en la ficción-. No. Nada se ha producido anteayer: el discurso manipulador ha encontrado un terreno abonado tras décadas practicando la desconexión emocional en las escuelas -nociones geográficas, lingüísticas e históricas absolutamente hechas a la medida de la grandeza local, ungidas de loas a un pasado mítico e inexistente que se usa de aglutinante romántico-. Se ha venido implantando un ejercicio sistemático (y exitoso) de anulación del otro, una práctica extrema de la damnatio memoriae. Condenar a la inexistencia y al olvido todo aquello que no interesa al pensamiento único. Una forma sutil de xenofobia.

No necesitan a la realidad. Tan solo que los mitos y sus auras de cartón piedra se esparzan, creando esa idea de que nosotros somos los buenos y los otros son los malos, como viene sosteniendo el ínclito Junqueras, para quien los catalanes están/estamos más cerca de los franceses, y los “españoles” (esa generalidad que les delata en la zafia omisión de los matices a los que, cuando se trata de ellos mismos, son tan afectos) a los portugueses. Claro que las aspiraciones de la muy unilateral república han pasado por el anhelo de ser daneses, se han detenido en la ilusión de ser suizos, han derrapado hacia el horizonte esloveno y están aterrizando en la pesadilla kosovar. Entretanto, el discurso del “nosotros y ellos” está de enhorabuena en las filas nacionalistas; no en vano el lema más coreado de estas semanas ha sido “las calles siempre serán nuestras”. Y tanto ellos como nosotros entendemos a quiénes se refieren. Hay gente invitada a la fiesta. El resto, los excluidos, los que ahora vagamos por la oscuridad líquida de la distopía, ni estamos ni se nos espera.

No son Orson Wells, claro. Pero este sainete de política-ficción futurista cumple a rajatabla algunas de las descripciones que Orwell hace de la neolengua y del “doble pensamiento”. Por ejemplo, “saben y no saben” (saben lo que es ilegal, pero hacen el cambiazo de “legal” por “legítimo” y siguen en la carrera suicida; saben que el referéndum fue una pantomima, pero aplican efectos reales; saben que el tejido social se deshace, pero ellos siguen viendo la fuerza de un pueblo armado de consignas y banderas).

Otro rasgo de la neolengua: son conscientes de la verdad mientras nos empapelan de mentiras. Son muchas y abrumadoras -desde la brutal represión del Estado hasta los lemas inventados para cumplir con los mandatos del desafecto, tipo “España nos roba”-. Pueden sostener al mismo tiempo dos opiniones que se excluyen mutuamente, como pedir diálogo (en realidad, “exigirlo”, como quien pide un plato al maître), mientras aseguran que el Estado demuestra no estar dispuesto a dialogar. Señalo aquí una particularidad: ¿qué se puede negociar con alguien que desde el primer momento enarbola la bandera de lo “unilateral”? Bastaría recordarlo para que se viera la imposibilidad de apelar a cualquier tipo de interlocutor. Lo unilateral lo excluye por definición. El onanismo necesita a lo sumo espejos, no compañeros de intimidad.

Ítaca en el abismo

No tienen empacho en incurrir en chirriantes contradicciones, usando la lógica contra la lógica: se quejan del “Estado opresor” que no les ha permitido hacer nada libremente, al tiempo que se lamentan de la “ausencia del Estado”, que resulta la prueba más fehaciente de que, si el Estado no se ha notado, es porque se le ha hecho desaparecer de los discursos y emblemas sociales; quieren diálogo y se enrocan en el monólogo, en las letanías para sordos y convictos.

Cuando se les señala el “nacionalismo catalán”, en lugar de asumirlo, enseguida salen con lo del “nacionalismo español”. Siento tener que dar yo la mala noticia: el nacionalismo español está ausente. Se trata, más bien, de un patrioterismo (ni siquiera patriotismo) heterogéneo, que lo mismo sirve para un roto que un descosido, normalmente reducido a unos símbolos convertidos en tópicos deslavazados, fragmentarios y de gran inconsistencia discursiva, es decir: lo menos parecido a la homogeneidad y al “relato bien estructurado”.

Se acusa a las fuerzas del orden de salvajes y violentas mientras se practican manifestaciones claramente violentas pero que ellos caracterizan de “pacíficas y cívicas”, como si la propia terminología no pudiera ser desmentida por la realidad. Hubo una unanimidad absoluta por parte de los medios (con un síndrome de Estocolmo que algún día habremos de analizar, esa especie de discurso acomplejado en nombre de unos supuestos buenismos y progresías que nos han traído a estos lodos) en señalar la “brutal represión policial”. Lo siento. Imperdonable error periodístico el de ponerle adjetivos a la violencia, porque eso viola por completo las reglas de juego implícitas en la propia ética profesional: nada más tendencioso que un adjetivo para tocar los sentimientos de aquellos que necesitan que les den pautas para entender la realidad.

He pasado años analizando las representaciones de la violencia en los medios. Y me sorprendía cuando, ante un caso de violencia sexual, los medios se afanaban a ponerle adjetivos tremendistas cuando el agresor era un árabe, un negro o un indio -el adjetivo “brutal” gusta mucho en estos casos en que, como que no es la cosa, se nos ve el plumero racista- y ahorraba los adjetivos, o los ablandaba, da igual, cuando los agresores eran “de los nuestros”. No sé. Debe ser que una violación perpetrada por un autóctono es más tierna y glamurosa que cuando la comete un foráneo. La violencia es siempre violencia, o sea, imposición y daño. Los adjetivos no responden más que a filigranas ideológicas o a la propia pusilanimidad.

Cualquier desalojo obstruido por parte de los desalojados implicará uso de violencia; nos hemos olvidado ya de los desahucios o del 15-M… En definitiva, si queremos adjetivar la violencia, la adjetivamos toda: la brutal represión de los medios disidentes, la brutal coacción ciudadana ejercida por el independentismo, el brutal silenciamiento de quienes aún dejamos que nos entre la luz de la razón. Porque coacción, hostigamiento, acoso, silenciamiento, amenaza, e incluso imponer un discurso “unilateral”… son también formas de violencia. ¿O tenemos que releer a Lukács y a Rosa Luxemburgo?

El discurso nacionalista y su relato lo tienen claro: que la realidad no empañe el viaje a una Ítaca que empieza justo donde empieza el abismo.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 53, NOVIEMBRE DE 2017

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