Afondando
El Partido Comunista contra el arcángel Gabriel
Hace unos meses se cumplió medio siglo de Mayo del 68, ante el que el Partido Comunista Francés tuvo una actitud ambivalente, ya que participó a regañadientes y cargando contra el «aventurerismo» del Movimiento 22 de Mayo.

Louis Aragon pasa el megáfono a Daniel Cohn Bendit en el Boulevard Saint Michell de París el 9 de mayo de 1968.
Hace unos meses se cumplió medio siglo de Mayo del 68, ante el que el Partido Comunista Francés tuvo una actitud ambivalente, ya que participó a regañadientes y cargando contra el «aventurerismo» del Movimiento 22 de Marzo, considerando a sus líderes ultraizquierdistas, burgueses y objetivamente aliados del poder gaullista.
Pablo Batalla Cueto / Periodista.
Existe cierta corriente extremista y minoritaria del islam chií que lleva la adoración rendida al califa Alí, que distingue del sunnismo al chiísimo en su conjunto, hasta el borde de la herejía: afirman estos muslimes que el arcángel Gabriel cometió un error garrafal, de dramáticas consecuencias, al entregar a Mahoma un mensaje divino, el Corán, que en realidad estaba destinado a su primo Alí. Él y no Mahoma debía haberse visto investido como Profeta de Alá, pero aquel yerro primigenio del servicio de correos celestial cambió para siempre la historia del mundo. Al Partido Comunista Francés le sucedió algo así en Mayo del 68: las calles desadoquinadas del París yeyé ardían de pronto tomadas por las masas, y éstas hacían reivindicaciones y formulaban demandas que los comunistas franceses venían defendiendo desde hacía décadas, pero no era al benemérito PCF a quien los rebeldes entronizaban como vanguardia, sino que la lucha era liderada por una barahúnda informe de estudiantes que miraban con desconfianza, cuando no con desprecio, al partido que entonces dirigía el sexagenario Waldeck Rochet, y del que Georges Marchais era secretario de Organización.
Se suele señalar que el estudiantado francés, doblemente alzado contra el capitalismo salvaje pero también frente al autoritario y gerontocrático modelo soviético en lo que Manuel Sacristán llamaría el «doble aldabonazo» del 68, y que se sentía hermanado con los jóvenes que se levantaban en Praga ante los tanques enviados desde Moscú para aplastar la primavera checoslovaca, veía en el PCF un tentáculo del estalinismo que también se llamaba a combatir. Sin embargo, el PCF no llegaba al 68 como el partido impenitentemente estaliniano que efectivamente había sido bajo la dirección de Maurice Thorez, su secretario general histórico.
Thorez, que venía dirigiendo el partido con puño de hierro desde 1930, había fallecido en 1964 durante unas vacaciones en el mar Negro y Rochet y Marchais habían impulsado acto seguido un cierto deshielo que había consistido en acercar al partido a la izquierda no comunista, en la aprobación de medidas de transparencia para conjurar la imagen de oscurantismo sectario que el PCF desprendía y en ciertas modificaciones sustanciales del programa del partido. Las elecciones legislativas de 1967 habían premiado esos esfuerzos otorgando más de cinco millones de votos y 73 diputados al PCF; y una encuesta de febrero de 1968 había mostrado que el partido ya no era percibido por la sociedad francesa como una formación revolucionaria, meramente obrerista y ajena al juego político democrático.
«Hijos de papá»
En realidad, fue precisamente por esos propósitos moderantistas que la relación entre los comunistas franceses y los revoltosos del 68 fue desde el principio un matrimonio mal avenido, si es que de matrimonio pudo llegar a hablarse en algún momento. El PCF reaccionó con frialdad a los enfrentamientos entre estudiantes de izquierda y de derecha y las fuerzas de seguridad que desencadenaron el Mayo francés en la Universidad de Nanterre y llegó a denunciar la «brutalidad» y el «aventurerismo» del Movimiento 22 de Marzo, contra el que Georges Marchais cargó en un artículo publicado el 3 de mayo en L’Humanité, el periódico del PCF; artículo significativamente titulado «De faux révolutionnaires à démasquer», esto es, «Sobre falsos revolucionarios a desenmascarar», y en el que presentaba al movimiento estudiantil como un aquelarre de maoístas, trotskistas, anarquistas y «diversos otros grupos más o menos folclóricos» dirigidos por «el anarquista alemán» Daniel Cohn-Bendit.
Marchais les afeaba que sus irresponsables actividades estaban provocando a los fascistas y bramaba que «estos falsos revolucionarios deben ser enérgicamente desenmascarados porque, objetivamente, sirven a los intereses del poder gaullista y de los grandes monopolios capitalistas». Cargaba también contra el filósofo Herbert Marcuse, miembro de la Escuela de Frankfurt venerado por los rebeldes por sus escritos sobre la liberación sexual y del que el secretario de Organización no perdía la ocasión de mencionar que vivía en Estados Unidos; aunque justo es decir en este punto que la animadversión intransigente era de ida y vuelta: los revoltosos despreciaban a su vez al poeta y novelista comunista Louis Aragon, cuyos intentos de dialogar con ellos fueron rechazados con cajas destempladas. Los estudiantes no le perdonaban su pretérita admiración hacia Stalin por más que él se declarase arrepentido y hubiera pasado a levantar la voz contra el autoritarismo soviético.
En su vitriólico artículo, Marchais señalaba asimismo el origen burgués de los universitarios, de los que pronosticaba que algún día apagarían «su llama revolucionaria para correr a dirigir la empresa de papá y explotar en ella a los trabajadores en la mejor tradición del capitalismo». Tal admonición —no del todo infundada a la vista de la evolución ideológica y vital posterior de muchos de los jóvenes revoltosos del 68 mundial; hippies de familias acomodadas que acabaron evolucionando hacia posiciones de izquierda tibia o incluso conservadoras—, recuerda a un famoso poema que Pier Paolo Pasolini dirigió «A los jóvenes del 68» y en el que describía así a los estudiantes revolucionarios:
Tienen caras de hijos de papá.
Buena raza no miente.
Tienen el mismo ojo ruin.
Son miedosos, ambiguos, desesperados
(¡muy bien!, pero también saben cómo ser
prepotentes, chantajistas y seguros:
prerrogativas pequeño-burguesas, amigos.
Cuando ayer en Valle Giulia pelearon
con los policías,
¡yo simpatizaba con los policías!
Porque los policías son hijos de pobres.
Vienen de las periferias, campesinas o urbanas.
En cuanto a mí, conozco muy bien
su vida desde niños a muchachos,
las inestimables mil liras, el padre un muchacho también
a causa de la miseria, que no da autoridad.
La madre encallecida como un changador, o tierna,
a causa de alguna enfermedad, como un canarito;
y tantos hermanos; la casucha
entre los huertos con la salvia roja (en terrenos
de otros, loteados); los bajos fondos
sobre las cloacas;
o los departamentos en los grandes conglomerados populares, etc.
El fracaso electoral de 1968
Con el transcurrir de las semanas, la ira de los comunistas franceses contra la revolución estudiantil no fue apagándose a su vez, por más que el PCF llamara a los estudiantes a marchar al lado de la clase obrera para defender sus reivindicaciones, que participara en varias manifestaciones, que convocara una exitosa huelga general el 13 de mayo y que sí denunciara con firmeza la represión policial.
El mensaje comunista era que las reivindicaciones estudiantiles eran rabiosamente justas y que efectivamente el «poder gaullista» mantenía «un sistema de enseñanza inadaptado a nuestra época tanto en sus métodos como en su funcionamiento», tal como el diputado comunista parisino Louis Baillot clamaba en la Asamblea Nacional el 8 de mayo, pero que «les gauchistes» («los izquierdistas») las estaban manipulando a su conveniencia: Baillot también afeaba a los gaullistas el mismo día haber alimentado «las acciones aventureristas de grupos irresponsables cuyas concepciones no abren ninguna perspectiva a los estudiantes».
Esa línea fue la que inspiró un cartel electoral de junio de 1968 en el que el PCF, ante las nuevas legislativas anticipadas por el general De Gaulle para responder a la crisis, llamaba a votar comunista vanagloriándose de haber sido, «de todos los partidos de oposición al poder gaullista, al que combate desde hace diez años, el único, DESDE EL PRINCIPIO [sic], en denunciar públicamente las acciones, las provocaciones y las violencias de los grupos ultraizquierdistas, anarquistas, maoístas o trotskistas que bailan el agua de la reacción».
La táctica no surtió los efectos deseados: el PCF perdió más de 600.000 votos con respecto al año anterior, vio disminuida su representación en la Asamblea Nacional a solo 34 escaños y reculó incluso en sus bastiones más irredentos. Lo mismo sucedió con la Federación de la Izquierda Democrática y Socialista, que agrupaba a la SFIO y a otras fuerzas socialistas y perdió otros 600.000 votos con respecto a las anteriores legislativas; y que el progreso de las formaciones próximas a los estudiantes, con ser notable —378.000 votos en conjunto—, no compensara las pérdidas volvió a alimentar la teoría de la conspiración gaullista que la dirección del PCF manejaba.
En julio y diciembre de 1968 se celebraron sendos comités centrales del PCF en Nanterre y Champigny en los que se volvió a cargar contra los estudiantes. La responsabilidad de la debacle electoral fue adjudicada en Nanterre a las «acciones violentas suscitadas de forma premeditada por [Daniel] Cohn-Bendit, [Alain] Geismar, [Jacques] Sauvageot y otros izquierdistas [que] sirvieron al poder para generar miedo en varios estratos de nuestro pueblo». Se cargó también contra quienes, desde dentro del partido, habían apoyado a los estudiantes. Era el caso de Roger Garaudy, que había publicado a finales de mayo en la revista Démocratie Nouvelle un artículo en el que había cargado contra la «sociología mecanicista» que veía practicar a la dirección de PCF, así como contra su incapacidad para apreciar el «fundamento de clase objetivo de las luchas de los estudiantes» y entender que «el movimiento obrero y el movimiento estudiantil son en estos momentos una misma totalidad».
Garaudy terminaría siendo expulsado del PCF dos años después, aunque también protagonizando una deriva extraña que lo llevaría, primero, a convertirse al catolicismo, y más tarde, en 1982, al islam con cambio de nombre incluido: pasó a llamarse Ragaa. Para entonces, el PCF ya había protagonizado otro episodio escasamente glorioso de su por lo demás gloriosa historia —en la que no hay que olvidar que, con todo, nada puede eclipsar la heroica resistencia antifascista— mostrándose hostil a otra lucha que, germinada también en el humus libertario del sesenta y ocho, comenzó a arreciar a mediados de los años setenta: la de la defensa y vindicación de los derechos de los homosexuales.
Se suelen recordar, en este sentido, los exabruptos que el septuagenario diputado Jacques Duclos lanzó a un militante del Frente Homosexual de Acción Revolucionaria durante un encuentro en la parisina Maison de la Mutualité: «¿Cómo vosotros, pederastas, tenéis los cojones de venir a plantearnos estas cuestiones? ¡Idos a freír espárragos! Las mujeres francesas están sanas; el PCF está sano; los hombres están hechos para amar a las mujeres».
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 56, MAYO DE 2018

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