Afondando
Prieto y Espinosa: “La impunidad de Bush, Blair y Aznar recluta miembros para el ISIS”

Los reporteros de guerra Mónica G. Prieto y Javier Espinosa durante la entrevista. Foto / Javier Bauluz.
Mónica G. Prieto y Javier Espinosa son dos de los reporteros de guerra españoles que siguen en activo más experimentados y reconocidos. Ambos han cubierto la mayoría de los conflictos y crisis humanitarias que se han sucedido a lo largo del último cuarto de siglo en Oriente Próximo, África, Asia y América Latina. Han publicado La semilla del odio, un libro fundamental para entender que ISIS, la guerra siria y el éxodo de refugiados son consecuencias de la invasión ilegal de Irak, “una decisión que acabó con el mundo que conocíamos hasta entonces”, subrayan.
Patricia Simón / Periodista.
“El castigado país comenzaba así una nueva fase de su historia impuesta por el fuego de los líderes occidentales, que dispararon su ocupación sin saber que la fuerza de retroceso se dejaría sentir en todo el mundo, alcanzándoles allá donde estuvieran”, escribe Prieto en uno de los primeros capítulos del libro, tras describir cómo la icónica y estudiada imagen de la estatua de Sadam Hussein siendo derribada por los soldados estadounidenses –resumida en unos pocos segundos en los televisores de todo el mundo– fue en realidad resultado de una fatigosa operación que requirió horas de esfuerzo. Casi seiscientas páginas en las que los veteranos reporteros –que cubrieron durante años la antigua Mesopotamia para El Mundo relevándose el uno a otro por estancias de meses– demuestran por qué hay una información que merece ser llamada periodismo –la que desentraña la realidad desde el conocimiento minucioso del terreno, con la pulcritud del taxidermista, la precisión del historiador del presente y la empatía del humanista– y otras formas de comunicación a las que, de una vez por todas, tendremos que llamar de otra manera.
“El periodismo internacional se va a convertir en un hobby caro”
Ambos son de los pocos reporteros internacionales que quedan en activo que han vivido los buenos tiempos en los que los medios enviaban a periodistas con presupuesto como para pasar meses en el terreno, contratar a un chófer y fixers [una persona local que traduce, conoce el contexto, gestiona el acceso a fuentes…]. Y que han visto cómo en los últimos veinte años esta profesión se ha hundido en la precarización más absoluta, hasta el punto de que los grandes medios paguen la crónica desde países en conflicto entre 35 y 50 euros. ¿Hacia dónde nos aboca este proceso?
M.G.P. Yo lo asocio mucho con el 11-S. A partir de entonces el mundo se polariza, el periodista ya no es considerado un agente neutral, sino un representante del enemigo, esos países occidentales que agreden a los árabes, lo que ha conllevado problemas de seguridad para los informadores. Estados Unidos ha promovido la figura del periodista empotrado, dando seguridad a los suyos y desamparando a los demás, por ejemplo, no pagando los rescates de los secuestrados.
Y todo esto ha dado la excusa a los medios, sumidos en la crisis económica, para decir que no envían a nadie porque es muy peligroso. Pero no es porque sea peligroso, sino porque es caro: pagar el seguro, la formación del periodista, el equipamiento de seguridad (el chaleco, el casco), un teléfono satélite… Así que se prescinde de la figura del periodista en estos contextos y ahí comienza el declive.
J.E. Hasta la llegada de la crisis nosotros hacíamos coberturas en Irak de tres meses cada uno y hoy se reducen a cinco o a un día. Pero no solo en guerras, sino hasta en atentados como los de Manchester o París. Es más, The New York Times, que antes tenía permanencia en los sitios, ahora hace coberturas de un mes.
M.G.P. Además, los medios americanos empezaron a imponer la figura del “with reporting of”, es decir, contrato y malpago a 25 fixers o periodistas freelance que van a hacer el trabajo (reconocer el terreno, encontrar la noticia, entrevistar…) y que luego dan la información al periodista del medio, que está en el hotel o la redacción, y que la va a firmar. Se ha prescindido de los estándares de calidad por los que el periodista tenía que estar en el terreno –si no, era una vergüenza y se le despedía–, demostrar que había hablado con las fuentes y que era creíble lo que contaba. O se elimina una figura tan fundamental como el corrector, cuando el periodista está para formar y si publicas faltas de ortografía o gramática estás deformando.
Ahora nos encontramos con que The New York Times publica información falsa que sustenta una invasión ilegal como la de Irak. Y todo esto coincide con la sustitución de periodistas en la dirección de los medios por empresarios sin escrúpulos, que se amparan en la crisis para suprimir las coberturas internacionales porque no entienden su importancia en el contexto global, para despedir a los periodistas con más experiencia… Todos estos factores han llevado a la precarización del periodismo y han minado su credibilidad. El periodismo internacional se va a convertir en un hobby caro de personas que tendrán otro trabajo con el que se financiarán los reportajes que les interese.
La mayoría de los colegas con los que trabajan son extranjeros. ¿Qué diferencia encuentran sobre la consideración, la reputación que tiene el periodismo en países de nuestro entorno?
M.G.P. España ya no juega en esa liga. En la invasión de Irak éramos la nacionalidad más numerosa –por encima de la estadounidense–, con veinte periodistas españoles.
J.E. Y en la primera guerra del Golfo me encontré con compañeros de Radio Valencia, Interviú… En Irak estaban las televisiones autonómicas. Ahora ni siquiera se puede seguir la caída de Mosul por la prensa española.
M.G.P. Pero allí sí hay freelances españoles, en su mayoría trabajando para medios internacionales. No creo que se esté pagando tan mal, ni que se tenga tan poco respeto por el periodismo en ninguno de estos otros países. Pero Internet sí que se está utilizando también en estos otros sitios para desacreditar a los periodistas.

Mónica G. Prieto en Bagdad durante la invasión de Irak en 2003. Foto / Archivo personal de la periodista.
Prieto fue la primera periodista española que consiguió burlar en las navidades de 2011 la prohibición del régimen de Ásad a la entrada de periodistas extranjeros para contar la incipiente revolución siria. Desde la sitiada y bombardeada ciudad de Homs narró con crónicas en texto, fotografías y vídeo los crímenes de guerra cometidos por su ejército contra una población civil que, inicialmente, solo pedía reformas, ni siquiera la caída de la dictadura. Desde entonces, ambos viajaron incesantemente desde Líbano –donde han residido durante siete años– al país vecino, hasta que Espinosa fue secuestrado durante seis meses por el Estado Islámico. Como compendio de su exhaustivo conocimiento de este conflicto, el año pasado publicaron Siria, el país de las almas rotas.
Con su cobertura de Siria se encontraron con que sectores de la izquierda, que hasta entonces aplaudían su trabajo en la invasión de Irak o en Palestina, empezaron a cuestionar vuestros reportajes porque documentaban los crímenes del régimen de Bashar al-Ássad, al que consideran un antiimperialista y, por tanto, de los suyos. ¿Cómo creen que hay que afrontar desde el periodismo esta batalla ideológica por la desinformación, este no querer creer lo que va en contra de los propios prejuicios?
M.G.P. Lo primero sería separar físicamente el espacio de los comentarios del de la información para que el lector no los perciba al mismo nivel. En segundo lugar, acabar con el anonimato. El anonimato da impunidad, lo que genera amenazas de muerte, odio, víscera. No podemos convertir el espacio informativo en una barra de bar donde alguien se acoda y suelta sus exabruptos. Dejar que alguien que no se identifica ni sabe de lo que habla deslegitime mi trabajo es como si yo llamo al fontanero y, cuando ha acabado su trabajo, le digo que voy a consultar su tarifa con los vecinos porque me parece cara y termino diciéndole que no le pago porque no me creo ni que sea fontanero. Otra cosa es que me quieran denunciar. Existe un millón de mecanismos para hacerlo y para que yo responda.
J.E. Ésa era una de las normas básicas que había antes, las cartas al director, con nombre, apellidos y número de DNI. Y así se responsabilizaban de lo que decían.
De Irak a Siria, el principio del fin
En La semilla del odio Prieto y Espinosa empiezan documentando el sadismo del régimen de Sadam Hussein, que según investigaciones de la ONG Human Rights Watch asesinó y desapareció a más de 250.000 personas –entre ellas 100.000 kurdos empleando hasta gas mostaza– entre 1979 y 2003. Por eso no es de extrañar que, inicialmente, los iraquíes no opusieran resistencia a la ocupación pese a que desconfiaban de sus argumentos. Pero cuando vieron que las fuerzas invasoras solo protegían los Ministerios del Petróleo y las Finanzas, mientras no movían un dedo ante la generalización de los saqueos –que arrasaron hogares, escuelas, hospitales y museos–, los recelos se confirmaron.
Los periodistas subrayan los numerosos despropósitos que se sucedieron ya en las primeras semanas de ocupación: el no decretar un toque de queda para controlar los expolios; la prohibición de trabajar a cualquier miembro del Baaz –partido del régimen y mayoritariamente suní–, criminalizando y condenando a la pobreza a un 20% de la población; y la supresión de las fuerzas armadas, dejando a la población desprotegida –también ante los miles de presos excarcelados por el régimen semanas antes la invasión– y al país sumido en la anarquía.
En el libro, que definen como “una sucesión de crónicas de oportunidades perdidas”, leemos: “La política de gatillo fácil, aplicada por Estados Unidos y por las decenas de miles de mercenarios que ejercían de soldados de fortuna a cambio de sueldos astronómicos y amparados por una completa impunidad, fue directamente proporcional a la expansión de la insurgencia”. Una insurgencia en la que chiíes y suníes tenían inicialmente un solo objetivo común: echar a los ocupantes del país. Pero que las decisiones estadounidenses, así como la llegada de combatientes llegados de países como Arabia Saudí o Yemen con su propia agenda sectaria, terminó convirtiendo en una guerra civil entre vecinos y amigos, mientras el número de bajas de estadounidenses descendía de varios cientos al mes a uno o ninguno.
El sectarismo entre estas dos corrientes del islam, extendida ahora por todo Oriente Próximo, nació en la invasión de Irak, un país donde, hasta entonces, la gente ni sabía ni les importaba la adscripción religiosa de su vecino, y donde los matrimonios mixtos eran absolutamente comunes. “Algo impensable hoy en día, no solo en Irak, sino en todo Oriente Próximo”, explicaba Prieto en la presentación del libro en Gijón. “En los reportajes que componen el libro narramos cómo vimos desangrarse un país, destruirse su tejido social y cómo todo aquello terminó exportándose a Siria. Hay que recordar que el dictador Bashar al-Ásad tuvo un papel muy notable en el tráfico de yihadistas a Irak, sin el cual no se explicaría la fuerza que adquirió allí el Estado Islámico”.
Una limpieza étnica que cambió la configuración hasta entonces mixta de los barrios para convertirlos en bastiones sectarios. Secuestros sistemáticos de niños para extorsionar a sus familias, torturas y asesinatos con taladradoras, ejecuciones diarias de cientos de personas cuyos cadáveres terminaron atorando las depuradoras de agua, por cuyas canalizaciones eran arrojados tras despedazarlos. Un descenso a los infiernos en el que la mayoría de la población sabía que era más probable morir que vivir, por lo que muchos se tatuaron su nombre para que, al menos, sus familias pudieran identificarles una vez finados. Y de todo ello fueron testigos estos periodistas.
ISIS, ni suní ni salafista
Tanto en este libro como en el anterior, abordan la reislamización de Oriente Próximo. En el caso de Irak, Yaroub, uno de sus fixers, les explica cómo en los años setenta el islam era una cosa de viejos y que es con la guerra contra Irán y del Golfo cuando la población empieza a refugiarse, frente a tanta devastación, en la religión. Y cómo Sadam Hussein fomenta ese fenómeno para intentar granjearse respaldo social. ¿Cómo ha sido ese proceso en todo Oriente Próximo, región en la que vivieron durante doce años?
M.G.P. A un nivel espectacular y en todos los países. Gaza o Cisjordania, por ejemplo, eran sitios bastante seculares. Hamás era un partido religioso, pero moderado y tolerante. Pero los dictadores reprimen los movimientos religiosos y cuanto más prohíbes algo más lo quieres. Además no tenían otra distracción que la religión. Así se impone el radicalismo. En los dos libros aparece ese grito, un protagonista que dice algo como “lo único que me queda es Alá”. Pues sí, porque tu dictador te bombardea, los occidentales también, y llega un momento en el que te refugias en lo que tienes.
J.E. También Israel, donde ellos mismos admiten que cada vez más gente se adhiere a las sectas más fundamentalistas del judaísmo. Lo vimos cuando vivíamos en Jerusalén, donde se cerraron muchos bares –incluido el único LGTBI que había–, cada vez más restaurantes cerraban los sábados…

Javier Espinosa en Dahiye, Líbano, durante los bombardeos israelíes de 2006. Foto / Archivo personal del periodista.
De hecho, una de las dos citas con las que abren La semilla del odio es precisamente sobre esta cuestión: “Las religiones, como las luciérnagas, necesitan oscuridad para brillar”, de Schopenhauer. Ustedes han conocido a personas que se han radicalizado por la guerra y con las que mantienen buena relación.
M.G.P. Tenemos amigos casi salafistas que son muy tolerantes con nosotros, que me abrazan, me tocan, pese a su rigor religioso. Es que existen individuos, no se puede generalizar.
J.E. Tiene que ver mucho con los individuos y las circunstancias. Cuando estábamos en Siria, antes de que la revolución se fuese al garete, trabajamos con gente que había estado en el Estado Islámico de Irak y que se jugaron la vida por nosotros. Como el hombre que lo arriesgó todo por sacar de Homs a la periodista francesa Edith Bouvier, herida por un bombardeo del régimen. Ese hombre era un poeta que se había radicalizado después de que asesinaran a toda su familia y que no se pasó al Estado Islámico porque lo mataron antes.
En Libia, gente que había luchado en Irak con Al Qaeda nos ayudó a llegar al frente, nos daba de comer… Porque en ese momento tenían la percepción de que los periodistas servíamos para algo, de que Occidente les estaba ayudando. Depende de las circunstancias.
M.G.P. En Occidente se ha promovido el tópico de que el wahabismo más extremo es el salafismo o el islamismo suní. Y no es así. ISIS no representa ni a los suníes ni a los salafistas. Hay movimientos salafistas pacifistas, filosóficos…
Además es que le estamos haciendo la gran campaña de publicidad si solo difundimos esa interpretación del islam…
M.G.P. Claro. Solo se está promoviendo la ideología wahabí a través del dinero de Arabia Saudí, que envía clérigos, libros de texto y construye mezquitas por todo el mundo. Si hubiera una ideología que compitiera con ella, los musulmanes tendrían otra cosa en la que creer. Pero ahora mismo es el ISIS o nada: los Hermanos Musulmanes, Hamás… todos los movimientos islamistas están proscritos.
En las presentaciones del libro hacen hincapié en que los responsables de la invasión ilegal de Irak –Bush, Blair y Aznar– deben ser juzgados por un tribunal internacional, no solo por esa guerra, sino por los millones de muertos y desaparecidos que ha generado, por ser la causa de la creación del ISIS y de la guerra siria, así como por el éxodo de millones de personas refugiadas y desplazadas. ¿Cómo se vive esta impunidad en estos países afectados por su decisión?
M.G.P. Es inaceptable que estos tres hombres no solo sigan en libertad, sino dando conferencias millonarias en foros internacionales. Aznar no puede seguir saliendo en público dando su opinión cuando ha destrozado el mundo tal y como lo entendíamos. Esa invasión ilegal se sustentó en mentiras y pruebas falsas que presentaba Collin Powel, lo que es delito. Y toda esa impunidad recluta miembros para el ISIS. Si ellos ven que los nuestros son impunes, más razones para decir que hay que matar a los occidentales que protegen a sus criminales. La impunidad de Aznar, Bush y Blair valida la impunidad de Bagdadi, líder del ISIS. Al final están todos buscando lo mismo: ejercer el poder mediante la fuerza y la ley de la jungla. Si envías el mensaje de que esto es lo que funciona, invadir países y masacrar a su gente, ellos harán lo mismo.
Prieto y Espinosa han dedicado su último libro a los trabajadores invisibles del reporterismo internacional: chóferes, fixers y traductores que se jugaron diariamente la vida durante años, no por un pago que no compensaba la más que posible muerte, sino para que los periodistas pudieran llegar a la ciudad de Faluya y descubrir que los estadounidenses la habían convertido en el Guernica español; o entrevistar a supervivientes de las torturas de Abu Graib, donde se gestó la insurgencia que terminaría convirtiéndose en ISIS; o a las tropas españolas que vivían una misión paralela a la que se vendía desde el Gobierno español en Madrid, que lo único que no quería es que llegase un cadáver de un soldado español que resucitase las manifestaciones que desobedecieron para meternos en una guerra cuyas consecuencias “nos siguen llegando hoy a través de los miles de refugiados que intentan llegar a un lugar seguro en Europa, el consecuente crecimiento del fascismo y los atentados del ISIS”, recuerda Prieto. “Escribimos este libro porque es increíble lo rápido que se olvida la Historia”.
Dos periodistas muy fogueados
Mónica G. Prieto empezó su carrera en 1996 como corresponsal freelance en Italia y Rusia. En el año 2000 se incorpora a la redacción de El Mundo, para el que trabaja como enviada especial hasta 2005. A partir de entonces ha sido corresponsal freelance del mismo medio, Periodismo Humano y Cuarto Poder en Jerusalén, Líbano, Tailandia y China, donde reside en la actualidad.
Javier Espinosa ha trabajado desde 1990 como enviado especial de El Mundo. Desde 2004 hasta 2016, cuando pasó seis meses secuestrado por el ISIS en Siria, ha sido corresponsal de este medio en Oriente Próximo. En la actualidad lo es en Asia.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 52, SEPTIEMBRE DE 2017

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