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Atlántica XXII

Roberto Robert, el ingenio literario que no dejó huellas

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Roberto Robert, el ingenio literario que no dejó huellas

Catalán en Madrid, fue un periodista y escritor masón, republicano, ateo y profeminista en pleno siglo XIX. Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.

EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS

Roberto Robert, de Arturo Carretero.

 

Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.

Lo sabemos por experiencia propia. Pero también porque la intuición nos lo señala en el transcurso de la vida: el olvido se rige por sus propias leyes. Y no son precisamente leyes formales, predecibles o lógicas, sino que a veces sucumben a los vaivenes del azar como los berrinches de los niños. Por si fuera poco, el olvido dispone de un buen surtido de máscaras. Y es terrible cuando en él coinciden la insidia y los solapamientos.

Voy a intentar ser más clara. De nuestro personaje de hoy apenas sabemos nada (y lo que sabemos lo vamos a explicar aquí), pero además de tratarse de alguien a quien el tiempo ha dejado caer encima toneladas corrosivas de desmemoria, otro personaje con su mismo nombre ha hecho fortuna en los mapas que los fantasmas nos dejan en herencia. En conclusión, nuestro Roberto Robert y Casacuberta cumple condena en el extenso Gulag del olvido mientras que Roberto Robert y Surís, casi contemporáneo, se ha aposentado en el reguero de la historia aunque solo sea porque su residencia, el Palau Robert, en el enclave más céntrico de Barcelona, es la sede de importantes exposiciones y eventos. Y porque este último era abogado y economista, un detalle por el que la historia y sus albaceas sienten más inclinación que por un periodista quisquilloso y ocurrente.

Extraña la biografía de quien tenemos que aclarar lo que no es antes de lo que es.
Vayamos, pues, a nuestro Roberto Robert. Ese que no se sabe a ciencia cierta cuándo nació -los pocos biógrafos lo sitúan entre fechas que oscilan entre 1827 y 1831-, aunque sí se sabe que lo fueron a parir en Barcelona un 12 de septiembre, en el seno de una familia modesta que, a la muerte del padre, lo obliga a ejercer los oficios más diversos. Alma inquieta, lector voraz y espíritu indoblegable, decidió marcharse a Madrid muy joven. Llegó pisando fuerte: en calidad de masón, republicano, ateo y profeminista (aunque no sea más que por fervorosa defensa de Juana de Arco, denunciando que la condenan por el hecho de ser mujer, guerrera y humilde, una combinación de tres factores que, según él, habrían disculpado en un varón aquellas almas buenas que la arrojaron a la hoguera), y prodigando su ingenio incombustible en locales de postín de aquella época (estamos en la mitad del XIX), como el Café Suizo o Lhardy.

Fue diputado a Cortes y periodista. Incluso es periodista cuando escribe sus libros más famosos, el más sugerente de todos ellos con el no menos sugerente título de La espumadera de los siglos, un furioso alegato contra la Iglesia católica, la religión en su conjunto y las complicidades entre el fervor de la fe y el amor al dinero.

Cuando digo que ejerce de periodista, antes que ensayista, es porque pone siempre más empeño en la denuncia que en la reflexión. Con un estilo mordaz, ligero, reacio a ser encasillado y de factura impecable -y, lo que es más importante: que resiste el paso del tiempo- llega a afirmar que “donde se clavaba una cruz de palo, allí caían cuando menos maravedís. Donde se abría una capilla, allí iban a parar unas moneditas de plata. Donde se levantaba la menor iglesia, caía el oro. Y en tratándose de templo de mayor cuantía, allí iba a parar todo. No parece sino que la moneda, dotada de entendimiento y conocedora de la maldad de los hombres, buscaba reposo bajo el sagrado amparo de los altares”.

Provocaciones en toda regla para una época tendente a la mojigatería. Y no fueron las únicas. En Madrid se embarcó, precisamente, en la publicación de una revista satírica, El tío Crispín, que no sobrevivió al primer número: Robert fue encarcelado un año (o tal vez dos: sus biógrafos no son capaces de precisarlo) en la famosa cárcel del Saladero, un antiguo saladero de tocino que desde 1831 funcionaba como presidio en la Plaza de Santa Bárbara y que Mesonero Romanos, en sus memorias madrileñas, describe como un lugar inmundo, de infelices hacinados y reducidos a la más abyecta animalidad. Allí estuvo pagando Robert el precio de su mordacidad.

El último enamorado

Había colaborado para otros medios en la capital -Diario Madrileño, El Museo Universal, La Ilustración Española y Americana, La Discusión- y, en un momento dado, volvió a su Cataluña natal para ocuparse de los Juegos Florales en Barcelona y para ser diputado electo por Manresa en 1869 y por Granollers en 1872. No fue por mucho tiempo, pues regresó poco después a Madrid.

Además de La espumadera se le conocen otros títulos, como Los tiempos de Mari Castaña, un texto en el que abunda sobre los abusos y excesos cometidos en nombre de la fe; Los cachivaches de antaño, en una línea similar. Además, es autor de una obra hilarante como El mundo riendo, gracias y desgracias, chistes y sandeces, un recopilatorio de anécdotas jugosas y breves, en forma de pequeños relatos. La novela El último enamorado recoge, en cambio, un recorrido por las diferentes costumbres españolas, pero también pone el dedo en la llaga de los prejuicios, de la manera en que nos construimos expectativas sobre los demás.

En los últimos años de su vida, la década de los setenta decimonónicos, aparece su libro Las españolas pintadas por los españoles, en dos entregas. Se trata de una obra colectiva en que varios autores desgranan la visión que tienen de sus conciudadanas. La mayoría son autores contemporáneos suyos que no han tenido suerte en la ruleta rusa de la historia. Una galería de retratos, en general estereotipados, de ciertos personajes femeninos. Participó en ella el propio Benito Pérez Galdós, unido a Robert por una amistad estrecha, lo mismo que la mantuvo con Rosalía de Castro o el cubano José Martí.

Justamente por esa época resulta nombrado ministro plenipotenciario de España en la Confederación Helvética, cargo que no llega a desempeñar. De hecho fallece poco después del nombramiento sin que trascienda ninguna noticia sobre las razones de su muerte, aunque sí se recoge la fecha: el 18 de abril de 1873. Un hombre de cuarenta y pocos años. ¿Enfermo? Tal vez. ¿Muerte repentina? Tampoco lo sabemos. Dice él en El último enamorado: “Todo cuadraba bien en una escena de muerte”. Es posible que en su caso ni siquiera nos cuadre. Hizo ruido en vida y luego entró en una zona de silencio, de la que ninguna palabra, ni gesto cómplice, ni brisa evocadora lo ha rescatado ya.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 55, MARZO DE 2018

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