
Mónica González y un grupo de vecinos de San Esteban en el ‘Orgullín’.
Foto / Fany González.
Xuan Cándano / Periodista.
Mónica González Tellechea pertenece a las primeras generaciones de los pueblos que empezaron a nacer en los hospitales, en su caso en Avilés en 1965, pero siempre vivió en San Esteban, el puerto de la desembocadura del Nalón que fue el de más tráfico de carbón en España durante buena parte del siglo XX. Y a ella, que vive casi en el monte, en una hermosa casa desde la que contempla a diario el bello paisaje de la ría, piensa que es precisamente ese pasado esplendoroso lo que explica que San Esteban sea el único pueblo de España que ha hecho del orgullo gay una fiesta más de la localidad, a la que se suman con entusiasmo sus vecinos, a pesar de ser muy pocos y estar muy envejecidos, como ocurre en toda la Asturias rural.
Será que aquellos muelles llenos de barcos con marineros llegados de lejanos puertos, con especial presencia de vascos, que llamaban a San Esteban “El chiquito Londres”, dieron algo más que riqueza a un pueblo que no enterró su cosmopolitismo con su decadencia y ahora puede presumir del “Orgullín”, una celebración llamativa en un pueblo que apenas llega a medio millar de habitantes. Aunque su población se multiplica en época estival.
Mónica es la creadora y la reina de la fiesta, que se celebra anualmente con la llegada del verano, aunque tiene una gran colaboradora en su amiga Carmen Gayol, que es heterosexual. Ambas, sin ningún tipo de ayuda oficial, recaudan durante todo el año el dinero del presupuesto de esta original celebración, que en la pasada edición ascendió a 1.400 euros. Salen de sorteos y rifas.
El pueblo se vuelca con María Antonieta
Ya van tres ediciones y el “Orgullín” de San Esteban se supera cada año. Su sede es uno de los restaurantes del muelle, Cam Rivera, y su dueña, Macarena Valdés, otro de los grandes apoyos de Mónica y Carmen. Durante todo el fin de semana una gran bandera gay ondea a la entrada del local y en el éxtasis de la fiesta, a medianoche, este año no faltó un zancudo, fuegos artificiales y la música en plena calle del dj asturiano Oliver Ronan, que pincha en la discoteca Privilege de Ibiza. Pero el plato fuerte es la espectacular irrupción, desde una de las históricas grúas del puerto, de Mónica (Gogodrag Mónika), una mujer muy creativa, que elabora sus propios atuendos. Este año se disfrazó de María Antonieta. Y como siempre no le faltó detalle.
Los vecinos y los visitantes que acuden al “Orgullín”, que son los menos, la reciben con júbilo, la aclaman y se someten con ella a una interminable sesión de photocall. Hay niños, jubilados y todo tipo de gente, homosexuales y heterosexuales, conservadores y progresistas, sumándose al jolgorio con las pulseras, las bengalas o las pegatinas que cede la asociación de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales de Asturias (Xega). Medio pueblo luce en su solapa la pegatina “Soy gay, ¿y qué?”, tenga la orientación sexual que tenga, y el orgullo que se respira es recíproco: Mónica lo está de su pueblo y San Esteban de ella.
“Ofrecí hacer esto mismo en un pueblo cercano que es más grande y la gente se acojonó, en otro nos arrancan los carteles… Yo creo que San Esteban es especial, es un pueblo muy tolerante y moderno”, dice Mónica en los preparativos del “Orgullín”, mientras una señora mayor le pregunta qué debe aportar a la fiesta y un octogenario comenta “esta muyer ye mundial”, un adjetivo popular en Asturias y probablemente muy certero para explicar un acontecimiento insólito en un lugar tan pequeño.
“En la ciudad es todo más fácil”, sostiene Mónica, que no tuvo una vida precisamente relajada. “Soy lesbiana y siempre lo supe, fui a un colegio de monjas y sabía lo que me gustaba”, dice haciendo repaso a una biografía que incluye un matrimonio convencional y un hijo que falleció a los ocho años. La creadora del “Orgullín” de San Esteban fue de las que cayó en el infierno de las drogas en los ochenta, cuando la heroína era una novedad en España, como la democracia y las libertades. “Éramos cuatro modernos en el pueblo con dinero en el bolso y muchas inquietudes. No nacimos en familias underground. Los que eran menos inquietos se salvaron”.
La muerte de su hijo Alberto le cambió la vida. “Un año después decidí que quería ser yo misma, que quería tener novia y vivir como me place”, recuerda haciendo balance. “Valoré mucho lo que me pasó, de todo se aprende, hasta de la muerte de un hijo; y no me siento culpable de nada”, apostilla.
También su familia y sus vecinos valoran mucho y bien la valentía y la vitalidad contagiosa de Mónica, que atiende la huerta y al ganado, y vive con su madre y su abuela de 98 años, que en el último “Orgullín” hizo una gran tarta de gelatina con los colores de la bandera gay que se zamparon los asistentes de madrugada. “En mi casa están todos también fuera del armario y están encantados con mi forma de vida y de pensar”, aclara.
Lo mismo pasa en San Esteban, como se puede comprobar en el “Orgullín”, donde te puedes encontrar en una mesa con una pandilla de amigas octogenarias que se suman al photocall y se lanzan a bailar. Mónica les reparte pegatinas, pulseras y condones. “Para mi nieto”, dice una de ellas mientras los mete en el bolso.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 39, JULIO DE 2015
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