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Secretos del Nobel en los tiempos de Severo Ochoa

Severo Ochoa en la época en la que recibió el Premio Nobel.
El listado de los galardonados con los Premios Nobel está lleno de grandeza y grandes avances para la humanidad, pero también de miserias, incluyendo fraudes, errores y machismo. Lo evidencia este artículo del neurólogo asturiano y colaborador de ATLÁNTICA XXII Juan Fueyo, profesor e investigador en neurología y oncología en el M.D. Anderson Center de Houston (Texas). Fueyo acaba de publicar el libro Exilios y odiseas. La historia secreta de Severo Ochoa (Milenio Publicaciones).
Para Laura Fonseca. ¡Hala Huracán!
Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé. El Instituto Nacional de Cáncer Alemán me invitó a participar en un congreso organizado por Harald zur Hausen. Harald irradiaba la inteligencia amable de los ancianos sabios, y unos años antes había ganado el Nobel por demostrar que un virus causa el cáncer de cuello uterino. Su descubrimiento llevó al desarrollo de una vacuna recomendada para los adolescentes de todo el mundo. Luego se supo que parte del comité sueco estaba en la nómina de la multinacional que vendía el medicamento. Suecia inició pesquisas que ni demostraron nada ni disiparon las dudas. A pesar del escándalo, el Nobel disparó las ventas de la vacuna. Pero el pobre Harald, cuando le hablan del destino, cambia de conversación.
La historia de los Nobel durante la vida de Severo Ochoa (1905-1993) cubre gran parte de un siglo XX problemático y febril: en 1918, ganó el de la Paz el inventor de la guerra química moderna, y en 1938 Hitler fue nominado. A Gandhi, en cambio, le negaron el galardón. Después llegaron los Kissingers y Arafats y demás desvaríos a izquierda y derecha, y convirtieron el Nobel de la Paz en poco más que una broma que nos gastan cada año los noruegos.
Otros Nobel gozan de mejor prensa. Los premios de ciencia atraen la atención del público. Y el valor de los laureados, aristócratas por un día, como investigadores, profesores y conferenciantes, aumenta: Suecia transforma un currículum brillante en la lámpara de Aladino.
Los Premios Nobel sugieren que los motores de la ciencia son un puñado de genios trabajando en torres de marfil. Sin embargo, Bardeen, Nobel de Física en dos ocasiones, aclaró que la ciencia es un esfuerzo cooperativo donde cualquier avance es precedido por contribuciones de varios países. La globalización de la ciencia convierte el Nobel, obstinado en limitar el premio a tres nombres (chascarrillo: si quieres ganar el Nobel, colabora; pero nunca con más de dos colegas), en un sorteo anual. “Y como dice el refrán, en esa santa mansión, ni están todos los que son, ni son todos los que están” (Campoamor).
La historia de la ciencia podría ser la historia del conocimiento y del intelecto como productor y consumidor de ciencia, y esa historia —como la de la literatura, según Paul Valéry— podría contarse sin mencionar un solo científico. Quizá sea una visión radical y poco práctica, pero no menos extravagante que el divismo promovido por el Nobel.
Del Nobel a la penicilina conocemos un nombre y una curiosidad. Sir Alexander Fleming, título grande y sonoro, desterró al anonimato las contribuciones de muchos —¿alguien recuerda con quién compartió el Nobel?— y la exaltación del descubrimiento por casualidad —la contaminación por un hongo inhibía la proliferación de bacterias— restó importancia a un trabajo meticuloso y metódico de varios años.
Solo cuatro mujeres
De los 144 laureados en los primeros 85 años del Nobel de Medicina, solo cuatro fueron mujeres: tal fue la prevalencia del Efecto Matilda o la condescendencia hacia los descubrimientos de las mujeres en el siglo XX. Durante la vida de Severo, a las científicas se les mezcló la vida y fueron perjudicadas por jefes, colegas, maridos y amantes. Lise Meinert, por ejemplo, se exilió de Alemania mientras su jefe, Hahn, colaboraba con Hitler. Hahn mandó unas observaciones a Lise y ella descubrió con esos datos la fisión nuclear. Increíblemente, Hahn ganó el Nobel sin ella. Chien-Shiung Wu lo mereció por su estudio de la Ley de Paridad, pero sus dos compañeros varones viajaron a Estocolmo sin ella. Annie Jump Cannon encontró, trabajando en Harvard, un sistema lógico de clasificar estrellas que aplicó a cientos de miles de cuerpos celestes; no fue suficiente. Emmy Noether desarrolló matemáticas esenciales para el progreso de la física, pero nunca ganó el premio. Jocelyn Bell Burnell fue la primera en observar pulsars, pero, cuando su jefe ganó el Nobel, ella fue excluida. Marie Curie fue también víctima de la discriminación: durante el proceso de nominación para su segundo Nobel, Suecia envió una expedición para investigar si tenía —viuda y con la frente marchita— relaciones con un hombre casado, algo impensable si el candidato hubiese sido varón.
El campo de la biología tiene un icono en Rosalind Franklin. Una mujer sin atractivo, según James Watson, Rosalind tomó la Fotografía 51, que él usaría para elucidar la estructura del ADN. Rosalind murió antes del Nobel, pero durante la ceremonia, ni Watson, ni Francis Crick, ni el jefe directo de Rosalind —en un mismo lodo todos manoseaos— la nombraron. Watson publicó poco después del Nobel, fue expulsado del proyecto genoma y profirió comentarios despectivos y falsos sobre la inteligencia de los africanos negros. A los 86 años se quejó de que su existencia no le importaba a nadie y de que, para evitar pernoctar un jueves en un banco de estación, había tenido que vender al mejor postor la medalla del Nobel.
Peleas, errores e injusticias
Al menos otras tres mujeres merecen mención. Esther Lederberg estudió con su marido el material genético de las bacterias, pero este Nobel, ganado mano a mano, quedó a media luz cuando se lo dieron solo a él. Nettie Stevens debió ganarlo al demostrar que los cromosomas determinan el sexo, pero fue ninguneada porque sus colegas varones consideraron que sus conocimientos no eran profundos. Y Bárbara McClintock tuvo que superar la esperanza de vida de una mujer nacida a principios del siglo XX para recoger el premio con 81 años.

Marianne Grunberg-Manago fue la autora del descubrimiento de la “síntesis del ARN” pero no recibió el Nobel junto a su maestro.
En el Nobel de Severo Ochoa hubo también una mujer: Marianne Grunberg-Manago. Ella fue la autora del descubrimiento de la “síntesis del ARN” cuando trabajaba bajo la supervisión de Severo y fue la primera autora de los artículos que publicaban el avance. El Nobel fue otorgado a Severo y a Arthur Kornberg, un discípulo del luarqués que sintetizó el ADN. ¿Por qué en el Nobel a la síntesis de los ácidos nucleicos solo fue elegido el discípulo? Marianne también cabía. ¿Acaso no es el tres el número mágico del Nobel?
Sartre, que rehusó aceptar el Nobel, pensaba que el infierno son los otros. Fuera como fuese, para las científicas del siglo XX, Suecia estaba al Este del Edén.
Y para los varones todo es igual, nada es mejor. Las peleas entre los Nobel son frecuentes. Golgi negó la teoría de Cajal, pero Estocolmo amparó a los dos. El Nobel de la insulina recayó en Macleod y Banting, aunque John Macleod, director del laboratorio, no participó en la investigación. Varios científicos habían publicado antes que ellos una hormona similar a la insulina y que los extractos del páncreas disminuían el nivel de glucosa, pero fueron ignorados. Cincuenta años después de este Nobel, Suecia sugirió que otro científico también hubiera merecido el premio, y décadas después, un presidente del comité sueco declaró que la justicia de aquel Nobel solo existió en la imaginación de algunos académicos. Una muestra más de que los inmorales nos han igualao la dio el Nobel al primer antibiótico activo contra la tuberculosis, que fue para Selman Waksman, un personaje influyente, cuando Albert Schatz, un científico humilde, había hecho el descubrimiento.
La aberración de Moniz
Y entre los chorros, maquiavelos y estafaos están los genios que no lo eran. Johannes Fibiger ganó el Nobel de Medicina por identificar el germen que causaba muchos tipos de cáncer. Pero la Spiroptera carcinoma ni causaba cáncer, ni existía. Añadiendo agravio a la ofensa, Suecia penalizó, por este error, la investigación en cáncer, que fue bola negra en los bombos nórdicos durante los siguientes años. El doctor von Jauregg ganó el premio por proponer curar la sífilis induciendo malaria. El procedimiento no cura. Jauregg apoyó la ideología nazi y sus experimentos con humanos fueron juzgados, en el mejor de los casos, poco éticos.
Pero el personaje que se lleva el premio a la mayor atrocidad es el portugués António Egas Moniz. Este cirujano fue laureado por proponer la destrucción del lóbulo frontal para curar la esquizofrenia. Esa aberración dejaba a los pacientes con terribles y permanentes secuelas. Rosemary Kennedy, hermana del presidente y del senador, fue una de las víctimas y acabó recluida en una residencia de donde nunca salió. Allí los Kennedy censuraron sus hondas horas de dolor.
No sabemos si Tolstoi, ignorado por Suecia, pensaba que todos los premios felices se parecen y que los infelices lo son cada uno a su manera. ¿Trajo infelicidad el Nobel a Severo Ochoa? En Exilios y odiseas: la historia secreta de Severo Ochoa, menciono que el español recibió el premio por la síntesis del ARN, pero que sus experimentos describieron una proteína que no tenía función en ese proceso. Aún peor, la enzima no solo no sintetiza sino que degrada el ARN. Así pues, Severo recibió el Nobel por error. Sin embargo, su enzima fue crucial para el descubrimiento de las claves del código genético, que ganó el Nobel en 1968. El año que viene, Suecia levantará el silencio que cubre el premio y sabremos qué maniobras políticas excluyeron al luarqués de un premio merecido.
Los Nobel tienen los pies de barro. Porque como explicó el profesor Sizoo: “Nunca olvidemos que glamour no es grandeza, que prominencia no es eminencia, que el hombre o la mujer del día no son el hombre o la mujer del año, que las tormentas son más eficaces que los huracanes, pero no se les da publicidad, y que la vida en el mundo desaparecería si no fuese por la lealtad y dedicación de aquellos cuyos nombres nunca serán alabados en público”. Los científicos son una parte noble de la humanidad y con su trabajo inyectan sentido a la palabra progreso, pero en sus laboratorios, como en el tango, el mundo cruel yira y yira. Y hombres y mujeres, que ven cada día más secas las pilas de todos los timbres que podían tocar, sobreviven con las sobras de sus sueños la indiferencia del Gobierno —que es sordo y es mudo—, los recortes en las becas, los salarios injustos y la dificultad de encontrar trabajo estable. Mientras tanto, los agraciados de la rifa sueca recogen el Nobel bajo el burlón mirar de las estrellas.
Juan Fueyo
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 52, SEPTIEMBRE DE 2017

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