Afondando
Touba, el “indiano” negro que financia una escuela para 80 niños en Senegal

Touba Sarr delante del Hotel de la Reconquista, donde trabaja de cocinero. Foto / Iván Martínez.
Los escolares africanos de Tofi, una aldea en plena aridez senegalesa, a 200 kilómetros de la capital del país, Dakar, reciben a Touba cuando los visita “cada año y medio o dos años”, según cuenta, procedente de Europa (concretamente de Asturias), como si fuera un amigable héroe que juega con ellos al fútbol. Este treintañero emigrante forzoso financia la escuela en la que pueden estudiar 80 niños. Actualmente es su mecenas, pero diez años atrás tuvo que buscar mejor fortuna lejos de Senegal atravesando el proceloso Atlántico a bordo de un cayuco.
Aladino. F. Pachón / Periodista.
“Cada mes envío a Senegal 200 euros sin faltar, de mi sueldo, que no es muy grande; prefiero estar comiendo galletas y arroz, pero que a mi madre y a la escuela de Tofi no le falte dinero”, dice Touba Sarr, hijo de Binta Sarr, una sacrificada mujer que trajo al mundo nueve varones y una hembra. “Mi madre sufrió mucho para sacarnos adelante: se lo merece todo. Todos nacimos en casa, hijo tras hijo, con gran sufrimiento y sacrificio para mi madre”, explica el tercero de los diez hijos de esta abnegada senegalesa que ahora tiene 62 años.
Agrega que “aunque yo me crié en Tofi con mi abuela, lejos de Touba (como mi nombre), el pueblo de mis padres y hermanos, yo iba allí a ayudar y le decía a mi madre que cuando yo fuese mayor su sufrimiento se iba a acabar. Y lo estoy cumpliendo. Salí de Senegal, donde trabajaba de comercial en la tienda de un tío mío (allí trabajo hay, pero trabajas mucho para ganar poco), sobre todo para ayudar a mi madre”.
Como quiera que su madre y la escuela de Tofi son sus dos grandes amores allende los mares, en cuanto consiguió tener medios económicos trabajando en el Norte lo primero que hizo fue repararle la morada a su progenitora: “Hice obras de mejora en su vivienda y le puse agua, con grifos y todo lo necesario, pues hasta entonces mi madre tenía que ir a buscar agua a un lejano pozo en el desierto y traerla en un balde sobre la cabeza durante varios kilómetros. Así crió a mis nueve hermanos. Además antes cocinaba en fuego de leña y ahora hace la comida en una cocina de gas que le puse yo; antes usaba lámparas de petróleo y ahora tiene luz eléctrica porque yo le puse unas placas solares”.
Su segundo empeño fue implantar una escuela en su Tofi de crianza, en un abandonado edificio que había allí medio en pie gracias a cuatro paredes que, aunque amenazaban una ruina inminente, aún lo sostenían.
Así que se arriesgó a pedir un préstamo de 2.000 euros a la empresa en la que trabaja desde hace siete años, un prestigioso hotel ovetense. Con ese dinero concedido sin problemas rehizo los muros y el tejado del casi obsoleto caserón, lo dotó de los pertinentes servicios y lo equipó con pupitres, pizarras y material educativo diverso, material que, además, él renueva cada curso nuevo a base de su propio pecunio.
Touba tiene contratado a un profesor de francés al que paga 70 euros mensuales por sus servicios docentes (“suficiente sueldo allí”, dice), que empezó impartiendo clases a 45 niños para llegar a los 80 que actualmente tienen plaza en la escuela. “Los niños ya no son solo de Tofi”, explica este inmigrante senegalés radicado en Asturias al que ya le falta poco para conseguir la doble nacionalidad que está tramitando, “sino que acuden a la escuela desde todos los pequeños pueblos de la comarca”.
Antes de que él decidiera hacer esta inversión educativa en el año 2011 y financiar las enseñanzas a impartir, en la aldea solo se enseñaba árabe, en otro lugar, participando de vez en cuando en su aprendizaje nada más que impúberes del vecindario de Tofi.
Pero finalmente la fama y la necesidad educativa transcendieron las fronteras naturales de esta aldea hasta el punto de que, según cree Touba, “pronto habrá más alumnos de los que ahora tenemos, procedentes de muchos pueblos de varios kilómetros a la redonda, que son aldeas pequeñas pero hay muchos niños, pues cada hombre puede tener hasta cuatro mujeres”.
Para él, que se enseñe francés es fundamental. “No quiero que les pase como a mí, que cuando llegué a España lo pasé muy mal hasta que aprendí español; no sabía más que árabe, y mal”. Quiere que los críos y crías de Tofi y su comarca aprendan a leer y escribir en francés, “que sepan una lengua europea para comunicarse cuando tengan que marcharse de Senegal, que lo harán tarde o temprano”.
Un “indiano” negro
Este proyecto escolar, que, según dice, “quiero llevar adelante, al máximo”, es “junto a mi madre lo más importante que tengo en Senegal: la escuela es para mí como una segunda madre”. Explica también que como consecuencia de su pionera iniciativa “la última vez que estuve en Tofi supe que el Estado va a ayudar, que con el tiempo va a poner allí una escuela normal”. Y aún matiza que “antes los ‘paisanos’ del pueblo no querían saber nada de escuelas ni de estudiar francés”.

Touba en Senegal con los niños y niñas y jóvenes a los que ayuda, financiando una escuela.
Cuando se le explica que en Asturias hace más de un siglo hubo una fuerte emigración a América porque la vida, la supervivencia cotidiana era tan precaria como pueda ser hoy la de Senegal, y en general la del África subsahariana, y que aquellos inmigrantes asturianos, a los que apodaban “indianos” a ambas orillas atlánticas, nada más que conseguían afianzamiento y crecimiento económico en ultramar revertían parte de su fortuna, entre otras cosas rehabilitando la vieja escuela de su pueblo de origen o construyendo una nueva, Touba, rápido y bromeando, apunta entonces que él quiere ser también como un “indiano “ asturiano, “pero negro”.
Porque de Asturias, donde recaló en el año 2006, tiene una buena impresión. “Me gusta mucho Asturias; algún día me marcharé, pero voy a volver de vacaciones”. Le gusta su comida, su paisaje, sus playas y, sobre todo, su gente. “Nunca encontré racismo ni nada, tengo buenos amigos y hubo mucha gente que me ayudó”. Recuerda en este sentido que cuando llegó al Principado, “sin papeles”, tuvo mucha ayuda.
En Oviedo, diez años atrás y sin saber ese castellano que hoy maneja adobado de expresiones en asturiano, al tiempo que compartía vivienda con siete personas (hoy vive solo en un piso en la calle Muñoz Degraín “pagando una renta mensual de 320 euros con todo”), comenzó vendiendo discos por las calles. Tres meses después pasó a trabajar año y medio con un carpintero, Helio, que le enseñó los rudimentos del oficio.
Después trabajó en fincas rústicas en la zona de San Claudio, fue repartidor de 20 minutos y siete meses ayudante de fontanero, una labor que le gustaba mucho, hasta que, hace siete años y con la intermediación de un cocinero amigo, entró como auxiliar en los fogones de un prestigioso hotel de la capital, donde continúa y es muy apreciado, ganando un sueldo mensual de menos de mil euros, “pero con tres pagas extras y una jornada de ocho horas”, que le permite enviar dinero a Senegal, pagar el alquiler de su casa y “vestir bien, que me gusta mucho”, dice este joven emprendedor del Sur, propietario del elegante y sencillo estilo que caracteriza a la mayoría de senegaleses que se ven por estos pagos.
El cayuco de la suerte
A estas alturas de su relativamente afortunada experiencia vital, buscada con tesón, ya no le da importancia a los avatares previos que la rodearon. Relata, pues, muy de pasada cómo llegó al Norte próspero dentro de un cayuco con 72 personas más que navegaron como pudieron durante siete días sobre el Atlántico africano hasta las costas canarias de Tenerife.
“Muchos otros no lo consiguieron, pero nosotros tuvimos buena suerte: el mar estaba calmado. Aunque éramos muchos, el cayuco era grande: tenía cinco metros. Íbamos apretados, pero bien. Llevábamos dos motores y solo paramos una vez para cambiar uno de ellos. Y teníamos comida y agua suficiente. De hecho, tuvimos que tirar algo de arroz cuando llegamos a Tenerife”, dice.
Touba, que desde muy joven aspiraba a salir de Senegal y cuando lo hizo por fin en el año 2006 “nadie de mi familia ni amigos supo que cogí un cayuco”, tuvo que arreglárselas previamente para pagar 500 euros “a gente que se dedica a esto”.
Llegó “muy tranquilo pero también muy mareado y cansado” a la costa isleña europea a la que arribó sin novedad su endeble embarcación. Personal de Cruz Roja lo recogió a pie de playa junto a sus compañeros navegantes. Estuvo 45 días en un centro de acogida de la isla para posteriormente ser trasladado a Madrid. Cuatro días después, un amigo de su padre residente en Asturias lo reclamó desde Oviedo.
Ahora, bien afincado en esta ciudad, vive un presente solidario hacia su familia y hacia su pueblo y proyecta un futuro en el que se ve, no sabe cuándo, retornando a Senegal como empresario. “Tengo la idea, junto a mis dos hermanos mayores [uno que está en Brasil y el otro que se encuentra ahora en Italia], de montar una empresa de transporte con camiones frigoríficos para suministrar pescado fresco a todo Senegal, pues es un país rico en pesca”.
Mientras llega ese anhelado momento, su madre y la escuela de Tofi son su prioridad. “Los niños me quieren mucho; lo paso muy bien con ellos jugando al fútbol cuando voy a verlos”. De hecho, ha costeado el equipamiento con vestuario, calzado y balones de dos equipos de fútbol infantil de colores diferentes. “La última vez que fui les llevé cinco balones”, dice. Y agrega que “también les llevo material escolar: libros, libretas, bolígrafos, lápices y demás; y les envío siempre por alguno que va a Senegal, que retorna o que va una temporada, todo el material escolar que puedo”.
Los chavales van a diario a su escuela con mucho entusiasmo. “Les gusta mucho ir a estudiar allí y poder jugar al fútbol, además”. Las clases se interrumpen los meses de junio, julio y agosto. “Se cierra la escuela para que ayuden a sus familias a recoger maíz, cacahuetes y demás”.
Touba Sarr salió de Senegal un día de hace diez años para intentar sacar de la penuria a su madre, lo cual está logrando, y de paso terminó fundando una escuela.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 47, NOVIEMBRE DE 2016

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