Afondando
Turquía, mezquitas con dinero robado
Las elecciones del pasado mes de junio han llevado al Parlamento una ola de indignación ciudadana “a la turca” en el país que marca la delicada frontera entre Europa y Asia. La corrupción y el autoritarismo de Erdogan siguen siendo un peligro en Turquía para la frágil democracia.
C. Palma / Periodista (Estambul).
A dos años de la explosión de descontento popular que fue la revuelta del parque de Gezi, Turquía ha emprendido por fin el giro que reclamaban entonces los manifestantes. Atrapado, más allá del estereotipo, entre dos identidades y dos continentes, el país empieza ahora a desandar el rumbo marcado por el presidente conservador Recep Tayyip Erdogan.
¿Qué ha ocurrido desde entonces? El creciente autoritarismo de su Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), la represión y la falta de derechos se han convertido casi en un tópico. En el poder desde la bautizada como “Revolución del 2002”, en el último periodo de Erdogan se agudizó el intento de controlar medios de comunicación y redes sociales, así como la denuncia de supuestos complots para su descrédito. A la par, se hizo necesaria la irrupción de un parón de la economía, muy dependiente de la construcción, y una subida del paro hasta el 11%, para que su abrumadora mayoría se viera cuestionada.
La creciente polarización de la sociedad -laica y orientada a Europa, por un lado, conservadora y religiosa, por el otro-, desencadenaba a principios de junio la entrada al Parlamento del Partido por la Democracia de los Pueblos (HDP). A pesar de una difícil campaña electoral, cuajada de atentados que han costado la vida a varios militantes, dejando cientos de heridos, la formación pro-kurda lograba romper la barrera electoral del 10%, arrebatándole a Erdogan la mayoría absoluta. Su bandera, la lucha contra la discriminación étnica, religiosa, de clase y, muy especialmente, de género; el HDP pretende escalar hasta ser la principal fuerza opositora, gracias a la representación de todos los descontentos.
Una oposición que hasta ahora era impotente contra el creciente poder de un Erdogan intocable. El propio Parlamento Europeo exhortaba a Turquía en junio, en una resolución, a comprometerse “de manera inequívoca” con las reglas y principios democráticos. Varios europarlamentarios expresaron su preocupación por la independencia del sistema judicial y la libertad de prensa y de expresión.
Represión, poderes y autocensura
“El AKP tomó el timón de la organización de la policía, del sistema judicial, y así el poder se fue volviendo más y más absoluto”, resume la escritora Necmiye Alpay, subrayando la importancia de la por ahora frustrada reforma presidencialista. “Erdogan quiere ser EL presidente. Tradicionalmente, la presidencia es algo más bien simbólico, y, de acuerdo con la Constitución, debe ser neutral hacia los partidos políticos. Pero él quiere definir un sistema con mucho más poder y autoridad”. Buscando las palabras, Alpay recalca que “hay un verdadero intento de acabar con la separación de poderes”.
La novelista y escritora destaca que el problema de la justicia no son las leyes en sí mismas. “Los casos no salen adelante. Los jueces están bajo presión y no se atreven, ya que tienen miedo de perder sus trabajos, de ser detenidos”. A finales de abril, sin ir más lejos, dos jueces fueron suspendidos por “dañar la influencia y reputación del poder judicial” tras ordenar la puesta en libertad de varias personas sospechosas de pertenecer al movimiento Gülen. Tras su ruptura con el AKP, esta agrupación religiosa, que suele ser calificada como el “Opus Dei turco”, fue acusada de conspirar bajo la forma de un “Estado paralelo”. Uno de los jueces fue incluso detenido, bajo los cargos de “intentar derribar el Gobierno turco u obstaculizar su funcionamiento” y de pertenencia a organización armada.
Acusaciones similares son las que pesan contra muchos periodistas -20 permanecen encarcelados en la actualidad según el Sindicato de Periodistas Turcos-. En los últimos años, el número se ha ido reduciendo, y algunas temáticas antes vetadas a la prensa, como la cuestión kurda o los derechos humanos, son acogidas con mayor tolerancia. “Pero Erdogan llama por teléfono a la administración del periódico para decir que no le gustó cierto artículo. Sabemos de algunos periodistas específicos que fueron despedidos por culpa de esas llamadas”, denuncia Alpay. Además, según comenta, en muchos casos son los propios periodistas los que se ponen los límites. “El miedo a ser despedido, la autocensura, son cosas que no deberían ocurrir en democracia”, lamenta la escritora.
El sentimiento de intimidación sin embargo no es exclusivo de los círculos de activistas e intelectuales. Mehmet regenta una tienda de ropa islámica para mujeres en una zona conservadora de Estambul y en esta ocasión se ha decantado por los socialdemócratas del CHP. “El Gobierno engaña a los musulmanes honestos con la religión, pero lo que hace es quitar libertades”, comenta frustrado. “La economía solo va bien para los grandes holdings, y los pequeños comerciantes tienen miedo de quejarse porque te envían a los inspectores. Si criticas en Facebook o compartes tus quejas en público, te tratan de traidor a la patria y te metes en líos”, advierte. No es el único que comparte esta visión. “Intentan convertir Turquía en un país gobernado por la sharía [ley islámica] y Erdogan quiere convertirse en su rey. Para mí se han terminado, y voto para evitar el sistema presidencialista. Queremos democracia y ellos intentan destruirla y volver al sistema otomano”, defiende Hadir, un empleado de mediana edad que trabaja en una tienda cercana.
Cuando la economía estaba en auge, estas restricciones pasaron a segundo plano para muchos votantes del AKP que, sin ser conservadores, no dejaban de valorar una mejora significativa en su nivel de vida. Muchos aún lo hacen: transportes, carreteras, puentes, centros de salud, colegios… Una larga lista por la que están dispuestos a perdonar los escándalos de corrupción, que llegaron a salpicar a decenas de personas del entorno de Erdogan, incluido su propio hijo. “La corrupción no puede quitar votos, es una moda desde el imperio otomano”, bromea Bediottin. “Roban, pero hacen muchas más cosas buenas. Por ejemplo, ahora que estoy jubilado tengo transporte público gratis”, señala. “Lo único que hacéis son mezquitas. Por eso no voy, porque están hechas con dinero robado”, tercia su amigo, que se define comunista. Según una encuesta reciente de Transparencia Internacional, un 67% de la población cree que la corrupción ha aumentado en los últimos dos años.
Identidad suní
Pero es quizá el velo uno de los símbolos más visibles de la brecha social. Se estima que un 60% de las mujeres turcas lo lleva. Sobre todo aquellas que lo portan como enseña religiosa, y no cultural, creen que antes de la llegada al poder del AKP eran tratadas como ciudadanas de segunda. Ahora que el velo está permitido en el colegio -a partir de los 12 años-, en la universidad y en edificios públicos, se sienten más libres. “Tengo amigos cristianos, ateos, yo los respeto pero espero que ellos hagan lo mismo”, defiende Hava Nur, una joven dependienta votante del AKP. “Si no hubiera podido llevar el velo a la universidad, y hubiera tenido que ponerme una peluca o un gorro, no hubiera estado cómoda”.
No obstante, el velo no es más que la punta del iceberg del debate sobre el papel de la mujer en la sociedad. Los consejos expresados por Erdogan se han ido radicalizando, hasta llegar al punto de que en la campaña electoral muchos mítines del AKP estaban segregados por sexos. “Las órdenes sustituyen a las leyes”, resume Yonca, una militante feminista. A modo de ejemplo, explica que, cuando Erdogan habló en contra de las residencias mixtas para estudiantes, muchos vecinos empezaron a llamar a la policía para intimidar a los jóvenes, con excusas como el ruido o el consumo de drogas.
“El AKP promueve una sola identidad para la mujer: suní [la rama mayoritaria del islam en Turquía], heterosexual, casada y con por lo menos tres hijos, trabajadora pero en precario, porque su primera función es cuidar de la familia”, explica Cemre, que trabaja en una ONG por los derechos de las minorías. “Solo esos hogares reciben ayudas del Gobierno”, lamenta, subrayando cómo este modelo está haciendo aumentar de forma vertiginosa los casos de violencia machista. “Las mujeres maltratadas o divorciadas no son protegidas. Las ONG que las atienden no reciben apoyo institucional. El Gobierno está en contra de abrir más refugios para víctimas, pues temen que se incrementen las tasas de divorcio”.
Pero la promoción de la identidad exclusivamente suní no afecta solo a las mujeres. Las minorías religiosas y étnicas tampoco han visto satisfechas sus reivindicaciones en los últimos años. “Los grandes partidos dicen estar a favor de sus derechos, pero luego buscan cualquier oportunidad para restringirlos”, critica Alpay. El salario de los imanes y los gastos de electricidad de las mezquitas corren a cuenta de las arcas públicas. No obstante, los templos de los alevíes -una confesión heterodoxa vinculada al islam, al que pertenece un 20-25% de la población turca- no obtienen ningún tipo de reconocimiento legal. Además, desde primaria, el islam suní es asignatura obligatoria en los centros de enseñanza, salvo para cristianos y judíos.
Más compleja aún es la cuestión kurda, lastrada por las conversaciones de paz que desde 2012 las autoridades turcas mantienen con la guerrilla. Según Alpay, que forma parte de la iniciativa de acercamiento Parlamento por la Paz, la única concesión del Gobierno ha sido una cierta tolerancia al empleo del kurdo en la esfera pública. “Les han dado el derecho a enseñar la lengua y a tener medios de comunicación en su idioma, eso es todo. No aceptarán concederles ningún tipo de autonomía”, señala, recalcando que la enseñanza del kurdo solo es legal en escuelas privadas. “Se ataca a los partidarios de los derechos kurdos con el argumento de que están dividiendo el país. Los prejuicios contra las minorías son muy arraigados, inconscientes, es una especie de enfermedad”, concluye. No obstante, parte de los turcos están dispuestos a la conciliación que propone el HDP, con tal de poner freno a Erdogan. Al menos, eso es lo que prometen los 79 diputados del nuevo actor político entrado en escena: representar a todos los descontentos.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 39, JULIO DE 2015

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