
Vera Ignatievna Gedroitz rodeada de pacientes en el hospital.
EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS. Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.
No le faltaba nada. Y mucho menos talento. Había nacido Princesa por esos azares de la sangre azul -la cuna y la alcurnia- en Slobodishe, Rusia, si bien hay quien sostiene que su país de nacimiento era Ucrania. Corría el año 1870, un 19 de abril. Su linaje, que entronca con la nobleza lituana, le permitió acceder a una educación de altura (a manos de su propia abuela), que no fue sino el abono adecuado para una inteligencia de por sí también excepcional.
Estudió medicina en varios lugares cercanos a su lugar de origen, siendo su última etapa en San Petersburgo. La vocación le viene después de una serie de desgracias familiares que tienen como telón de fondo la enfermedad grave, lo incurable, que se llevó por delante la vida de su hermano Sergei. Pero la participación en los movimientos estudiantiles revolucionarios la convirtieron en una sospechosa permanentemente vigilada en la casa paterna. Ya antes de ser universitaria había mostrado su lado más díscolo; la expulsaron de varias clases por componer epigramas satíricos contra uno de sus profesores. Con un pasaporte falso huye a Suiza y en Lausana se doctora en cirugía. Moría el siglo XIX; apenas un 3% de las mujeres ejercían la medicina en Rusia -por no hablar de otros países, donde la estadística tampoco nos aguarda sorpresas reveladoras o inesperadas-. Vera logró ser la primera mujer cirujana de Rusia. Pero el sueño alpino dura poco: su padre le envía un telegrama en el que la urge a volver a casa, con el alegato de que una hermana suya acaba de fallecer de neumonía y la madre da muestras de haber perdido la razón.
Entretanto en 1894 se había casado con el capitán Nicholas Afanasyevitch Belozyorov, del que apenas se sabe nada excepto su nombre. Tal matrimonio, posiblemente sin consumar, fue un verdadero misterio que nadie se explica: jamás se les vio juntos, ni ella lo presentaba, ni parecían compartir nada en común. Su matrimonio, mantenido siempre oculto, dura hasta 1907. Un episodio inquietante.
En 1905, tras haberse vuelto a doctorar en la universidad de Moscú, consigue una plaza fija en un hospital de la localidad de Bryansk, donde se hallan las imponentes plantas de la fábrica de cemento Portland. El año anterior empezaba la guerra ruso-japonesa y poco después Vera se desplaza a la zona de conflicto, donde idea un vehículo -una especie de tren- para moverse en primera línea de fuego -un claro antecesor de las unidades móviles- para atender a los heridos en el abdomen in situ, evitando las pérdidas de tiempo en los traslados a hospitales, con los riesgos que ello conllevaba para la vida del paciente. En esos mismos años irrumpe en la escena científica rusa con varios trabajos especializados. Y eso que no estaba en su mejor momento. En Suiza se había enamorado de una mujer -Gyudi, de improbable apellido- y su amor se vio correspondido. Cuando por fin iban a reunirse tras una larga separación, recibió una amarga carta de renuncia al futuro compartido y a la complicidad. Los que la conocieron fue la única vez que la vieron debilitarse de veras. En su desesperación se pega un tiro; la rapidez y la eficiencia de sus colegas la salvan: había apuntado directamente al corazón.
Varonil Princesa Misericordia
Pero, si todo ello no bastara, esta mujer que operó a destajo en primera línea de fuego, de modo que hasta los japoneses le dieron el sobrenombre de “Princesa Misericordia”, se había estrenado ya en el mundo de la poesía. Primero con pasitos vacilantes, con su Cuentos y poemas, que ve la luz en San Petersburgo, hasta integrarse en la sociedad poética Tsárskoye Selo, en 1912, y luego, bajo los auspicios de la propia Anna Ajmátova, consigue publicar su segundo libro de versos. Son libritos fieles a la teosofía de la Blavatsky… Firmaba como Sergei Gedroits. Un claro e inequívoco homenaje a su hermano muerto, aunque no nos llamemos a engaño: Vera solía referirse a sí misma en masculino en cualquier conversación ordinaria.
Una amiga suya, en una descripción en la que prodiga detalles sobre el personaje, nos la evoca con su sobrepeso y su indumentaria varonil, que incluía corbata, traje y sombrero. Fumaba compulsivamente y su voz era ronca y suave. Solía practicar tiro y jugar al billar. Por esos mismos años era profesora de la mismísima emperatriz, Alexandra Feodorovna, y de sus hijas, Olga y Tatiana -por cierto, que siempre se cuenta un incidente que vive con Rasputin, al que echa sin ambages de una habitación en la que visitaba a una de las sirvientas favoritas de la emperatriz, tras un grave accidente que la muchacha había sufrido-.
Vive con verdadero dolor la caída del zarismo y, tras pasar de nuevo por el frente, se retira a Kiev, para trabajar en un hospital de niños y dedicar el resto de su vida -catorce años- a su amante, a la sazón la condesa Maria Nierodt. Sobreviene una época inenarrablemente prolífica de artículos sobre todo tipo de cirugías… y sobre las relaciones con el enfermo, del que decía que había que olvidar su cara pero no su cicatriz. Cuando la mujer del gran poeta Osip Mandelshtam -Nadiezhda- llega casi desahuciada a causa de una apendicitis al hospital en que Vera se había transformado por mérito propio en la “princesa de la cirugía”, ésta le salva la vida. Otra cicatriz (biográfica) que no conseguiría olvidar.
En 1926 empieza a publicar volúmenes de sus copiosos diarios. De ese periodo data su poema “Hospital” –la lucha del amor y de los espíritus de las tinieblas-. Al mismo tiempo, la poesía le es tan útil como el bisturí, y hasta demuestran tener parecidos lenguajes. A partir de la purga estaliniana de 1929, que supuso la expulsión de varios médicos ucranianos de los principales hospitales, entre ellos el propio hospital de Kiev, Vera asume la dirección del departamento de cirugía, pero al ser expulsada poco después de la universidad sin derecho a pensión, se retira a las afueras de Kiev y se centra en la escritura.
De ese encierro surgiría un ciclo de narraciones recogido bajo el título de La vida y que se edita en 1930. En 1931, ironías del destino, un cáncer abdominal -ella, que había abierto, visto, mimado y recordado tantos abdómenes-, aunque hay quien sostiene que se trataba de un cáncer de útero ya sin remedio, la pone contra las cuerdas y fallece un año más tarde, en el mes de marzo.
Le dio tiempo a dejar su legado a quien fue su profesor en Suiza, Cesar Roux, el eminente cirujano que le había enseñado todo. Todo menos la sensibilidad exquisita -que cultivó con esmero-, la valentía temeraria -que la hizo desafiar peligros para salvar a los otros- y la extraordinaria capacidad de supervivencia y superación -lección vital que aprendió muy bien y por su cuenta-.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 31, MARZO DE 2014
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