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Atlántica XXII

William Watkins, el hombre que susurraba a las ballenas

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William Watkins, el hombre que susurraba a las ballenas

William Watkins fue experto en bioacústica.

William Watkins fue experto en bioacústica.

EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS. Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.

Todos hemos crecido con historias de animales enormes y peligrosos, que parecían obsesionados en dar muerte porque sí, por pura maldad, a inocentes seres humanos que tuvieran la mala suerte de cruzarse en sus caminos.  Los escualos son sañudos y los cetáceos, voraces. Ahí está el ejemplo de Moby-Dick, ese cachalote blanco al que se intenta dar caza solo porque el capitán al mando del ballenero, Ahab, había perdido una pierna en desigual lucha con una ballena. A Pinocho y a su padre Geppetto se los traga un cetáceo hambriento, pero son tan poca cosa que al final logran pasar intactos al estómago del animal, o así lo recuerdo yo en la entrañable versión cinematográfica de Luigi Comencini.

Ahora las ballenas son seres más afortunados (a los escualos, en cambio, nadie los absuelve…). Es decir, del monstruo voraz hemos pasado a la ballena rosada de Jonás que vomita al arrepentido profeta en las arenas de una playa. Son monstruos con corazón, dependiendo de la lente que nos apresuremos a aplicar sobre ellas y sus comportamientos. Por lo tanto, tienen defensores de sus derechos (ellas, que siempre vivieron ignorando que les habían concedido derechos, de la misma forma que otros las condenan a morir irremisiblemente contaminando y achicando sus espacios marinos, introduciendo el caos en sus frágiles ecosistemas). Y un buen puñado de turistas recalan en aquellos lugares del mundo en que, bien provistos de prismáticos y a prudente distancia, se las puede ver saltar y retozar en los océanos. También las podemos ver varadas en playas mientras desesperados ecologistas y espontáneos de diversa ralea las hidratan con pequeños cubos, acompañando la agonía del gigante. Y las vemos haciendo las delicias de niños y adultos en numerosos acuarios, donde la beluga es estrella principal: disfruta del mismo predicamento que los delfines y despierta la misma ternura.

Por último, tenemos a aquellos que han seguido los insondables cantos de ballena. Y los que han consagrado su vida entera a esos cánticos que ocurren en profundidades abisales. Tal era el caso de William Alfred Watkins. Y dedicarse a las ballenas –aclaremos– no fue la única rareza de un ejemplar humano más bien insólito.

Había nacido en Conakry. Pero podría haber nacido en cualquier otro lugar. Sus padres eran misioneros con una cierta tendencia al nomadismo. Y en el momento en que William entró en la zona de la vida, un 8 de enero de 1926, sus padres estaban instalados en la Guinea Francesa. Estudió en Estados Unidos, en Illinois; decidió decantarse por la antropología. Cuando terminó sus estudios superiores se quedó un tiempo en su instituto trabajando en el sistema de radio, materia en la que era experto. Corría el año 1947. Pero África seguía agazapada en algún lugar recóndito de su ADN y en 1950 decide regresar. Allí descubrió –o más bien consolidó– su pasión por la lingüística –se manejaba en más de 30 idiomas y dialectos africanos–. Creó una emisora internacional en Monrovia, que él mismo dirigió entre 1951 y 1957, mientras era presidente de la Asociación Radiofónica de África Occidental.

En 1958 vuelve a Estados Unidos, al Cabo Cod, donde vivió prácticamente el resto de su vida. Empezó a trabajar para el Instituto Oceanográfico de Woods Hole, como un simple experto en electrónica. Pero sus sucesivos colegas se dieron cuenta de la extraordinaria facilidad que tenía para  captar y grabar los sonidos de los grandes mamíferos marinos, como las ballenas. Pronto empezó a consagrarse como experto en bioacústica de los cetáceos. Estuvo varios años adscrito a la institución sin haber cursado estudios formales para ello, casi siempre como investigador, hasta que en 1981 defiende su tesis doctoral en la Universidad de Tokio. Y para perplejidad de todos lo hace… ¡en japonés!

Entretanto se había casado con Joan y fue padre de cinco hijos: tres muchachos, Bruce, Stephen y James, y dos chicas, Sandra y Laurel. Junto con su mujer regentaba un negocio de flores secas y disponía de exuberantes jardines que ellos mismos cultivaban a partir de todo tipo de semillas. En los ratos libres navegaba al azar, sin afán de buscar cetáceos, y aprendía nuevas lenguas.

Cazador de cantos

En sus años al servicio del Instituto Oceanográfico cumplió cometidos variopintos y sugerentes: escribió más de 190 monografías sobre el tema, contribuyó a la clasificación de ballenas, a los sistemas de localización de sonidos (llegó a registrar 20.000 tipos de “llamadas” entre ballenas, de 70 especies distintas, una auténtica fonoteca que incluso la marina de Estados Unidos requería puntualmente para entrenar a sus operadores de sónar) o a métodos para hacer seguimientos individuales de los cetáceos…

Esa última aventura lo lleva a poner especial celo en ubicar a “la ballena solitaria”, también conocida como “52 hercios”, por ser la frecuencia en que emitía. Como bien saben los expertos, y bastante menos los legos, que somos mayoría, los cantos de ballena les sirven para guiarse, para mantener cerca a las crías, para buscar “pareja” o para “llorar” un duelo. Sus cantos oscilan entre los 15 y los 25 hercios. Y nos asombran porque, además, son una proeza: duran unos 30 minutos en los que el animal no exhala el aire. Además, los machos de una misma comunidad cantan una misma melodía, que solo varía de estación en estación.

La ballena solitaria cantaba a 52 hercios, una frecuencia altísima para la que no hallaba interlocutor. Nadie respondía a sus reclamos, a su búsqueda amorosa o a sus lamentos. Los oceanógrafos proponían sus cábalas: ¿se trataba de un híbrido?, ¿de un animal deforme?, ¿una ballena sorda? Watkins la siguió por los océanos desde finales de la década de 1980, cuando fue detectada por vez primera, hasta el año 2004, año en que se extingue el canto de ballena, a la par que la vida de Watkins.

¿Dejó de cantar la ballena porque Watkins dejó de inmortalizarla? ¿O claudicó de vivir Watkins, aquejado de un mieloma múltiple, porque su ballena había abandonado su canto en aquella frecuencia extraña en la que ningún otro semejante podía escucharla? Ocurrió, exactamente, el 24 de septiembre. El cazador de cantos y su hermoso ejemplar solitario se extinguieron, como los seres únicos que eran, casi al tiempo.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 43, MARZO DE 2016

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