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Atlántica XXII

Y entonces, ¿quién manda aquí?

Monográfico

Y entonces, ¿quién manda aquí?

Ya lo decía el padre del liberalismo: “Los comerciantes del mismo gremio rara vez se reúnen, siquiera para pasar un buen rato, sin que terminen conspirando contra el público”

Javier Álvarez Villa

Artículo publicado en el número 61 de nuestra edición de papel (marzo de 2019)

Acontecimientos insólitos en la política española como las dimisiones de un ministro británico por mentir sobre una multa de tráfico, o de una ministra alemana por plagiar su tesis doctoral, son utilizados con relativa frecuencia para poner a los países del centro y norte de Europa como ejemplos de democracia plena. Democracias donde la política institucional se distinguiría por la rendición de cuentas –accountability–, la separación entre intereses públicos y privados, y también por mecanismos de “frenos y contrapesos” entre poderes –checks and balances–. Todo ello, en oposición a la democracia latina de los países del sur del continente, que sería una democracia degenerada, viciada por el clientelismo, la colusión entre lo público y lo privado, y la captura partidista de los organismos de control.

Pero esta distribución geográfica de la democracia representativa sana y de su deformación patológica dista bastante de ser cierta e inequívoca. Para constatarlo basta con leer el análisis minucioso sobre los circuitos de poder y la mercantilización de la política en la democracia británica de la última década que realiza Guy Standing en La corrupción del capitalismo. Allí aparecen desde la financiación de las campañas de los grandes partidos por plutócratas y multinacionales financieras, o la ocupación de altos cargos del Gobierno por exdirectivos de bancos de inversiones, hasta la privatización de servicios sanitarios por gobernantes que luego recalan en las compañías privadas beneficiadas, pasando por el uso de los medios de masas y de la moderna tecnología de la información por los grandes  grupos económicos para manipular a la opinión pública y condicionar los resultados electorales. Si trasladamos la mirada a la gran democracia americana todos estos fenómenos se amplifican hasta lo delirante.

En este panorama de corrupción sistémica, la relevancia que se quiere dar al reconocimiento por unos pocos ministros dimisionarios de su responsabilidad personal en ilegalidades objetivamente menores se antoja un ejercicio puritano de blanqueo de una profunda cloaca política.

No nos parece anecdótico recordar la advertencia de Adam Smith en La riqueza de las naciones acerca de que “los comerciantes del mismo gremio rara vez se reúnen, siquiera para pasar un buen rato, sin que terminen conspirando contra el público o por alguna subida concertada de precios”. El padre del liberalismo económico apuntaba ya hacia la necesidad de que el poder público regulara adecuadamente la competencia, bastantes años antes de que Marx y Engels sentenciaran en una frase lapidaria del Manifiesto Comunista, que el regulador había sido capturado por el poder económico: “Hoy, el poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa”.

En la exégesis de estas dos afirmaciones lo que está en discusión es, entendemos, el papel del Estado en la economía capitalista y el análisis de las relaciones mutuas entre ambos, un haz complejo de relaciones de poder. Desentrañar el sentido y alcance de esas relaciones equivaldría a responder al interrogante democrático con el que abríamos este breve comentario: ¿quién manda aquí?

Después de la Segunda Guerra Mundial surgen en el mundo anglosajón algunos estudios que pretenden ofrecer una respuesta a esa pregunta mediante análisis empíricos. Especial mención merece el ensayo La élite del poder, publicado en Estados Unidos por Charles Wright Mills en 1956, en el que describe una élite dominante en la superpotencia por antonomasia, integrada por una minoría procedente de los círculos político, empresarial y militar, que actúa como una camarilla institucionalizada y centralizada, fuera del control democrático de los ciudadanos. La cohesión de este grupo de poder se aseguraba mediante un sistema de reclutamiento en una serie de instituciones –familias de clase alta, escuelas de élite, clubs privados– en las que se producían y reproducían los intereses y los valores del mundo de los negocios.

El sociólogo marxista Ralph Miliband continúa por esta senda en El Estado en la sociedad capitalista, publicado en Gran Bretaña en 1969, en el que analiza cómo el poder económico concentrado en unas pocas manos y en una élite de “hombres de negocios” o “clase imperante”, no solo influye en la acción del Estado sino que es un poder decisorio. La sociedad meritocrática, de la que tanto presumen los teóricos liberales, estaría condicionada por varios factores que limitan el ascenso social de los hijos de la clase obrera. Uno de los fundamentales, la red de “relaciones e influencias” que conecta a los componentes de las élites y a la que no pueden acceder los miembros de las clases subordinadas.

Seguramente la más candente e incuestionable de las disecciones sobre las relaciones de poder en la sociedad actual que realiza Ralph Miliband sea la referida al proceso de legitimación del sistema capitalista, en el que desempeñan un papel principal los grandes medios de comunicación, que no son sólo negocios, sino que pertenecen a los grandes negocios. Miliband cita una frase referida a la prensa francesa, que muy bien podemos trasladar hoy a la española: “Las consignas que el dinero hace pesar sobre la prensa consisten en prohibiciones, en no mencionar temas o dar instrucciones sobre lo que hay que publicar”. Noam Chomsky resume muy gráficamente esta brutal tarea de adoctrinamiento cuando afirma que “la propaganda es a la democracia lo que la cachiporra al estado totalitario”.

¿Méritos? ¿Para la clase obrera?

Apenas un año antes de los sucesos de Mayo del 68 se publicaba en París La sociedad del espectáculo, un libro en el que el revolucionario situacionista Guy Debord ofrecía la gasolina intelectual con la que arderían las barricadas de las futuras revueltas. Pero, sobre todo, concebía un análisis demoledor y una impugnación total de lo que el capitalismo de consumo ya comenzaba a ser por aquella época: “El capital en un grado tal de acumulación que se transforma en imagen”, “el dominio autocrático de la economía mercantil que había alcanzado un status de soberanía irresponsable y el conjunto de las nuevas técnicas de gobierno que acompañan ese dominio”. Veinte años después, en los Comentarios a la sociedad del espectáculo, Debord enumera los rasgos principales de ese dominio espectacular: la innovación tecnológica incesante, la fusión de la Economía y el Estado, el secreto generalizado, la falsedad sin respuesta, un presente perpetuo. Una economía que ha mercantilizado todas las manifestaciones de la actividad del ser humano, hasta el punto de que la propia existencia de la humanidad se encuentra seriamente amenaza por una catástrofe ecológica irreversible. Un sistema de producción regido, en palabras de Debord, por la ley de la producción industrial de la decadencia, “conforme a la cual la ganancia del empresario depende de la rapidez de ejecución y de la mala calidad del material utilizado”.

Michael Hardt y Antonio Negri dejan patente su deuda intelectual con Guy Debord cuando construyen en Imperio, publicado en el año 2000, una nueva categoría sobre la soberanía política vinculada al modelo de economía informatizada actual, trasnacional y globalizada. Según Hardt y Negri, la sustancia que mantiene unida esa nueva constitución imperial que ha desactivado la soberanía del Estado –nación, es lo que Debord llamó “el espectáculo, un aparato integrado y difuso de imágenes e ideas que produce y regula la opinión y el discurso públicos”. Sin en otros tiempos ya existían medios y mecanismos de manipulación de la opinión pública, en la sociedad del espectáculo esa falsificación alcanza su grado superlativo, pues sólo existe lo que aparece en los medios. La difusión mediática del miedo actúa como el mecanismo más eficaz de control y dominación.

¿Quién mueve los hilos del espectáculo?, ¿quién manda aquí? Como señala de forma clarividente Clive Hamilton en El fetiche del crecimiento, “la globalización tiene menos que ver con una profundización de las redes mundiales económicas y financieras o con una extensión de la influencia internacional de las empresas, que con la difusión incesante de la ideología del crecimiento y el capitalismo consumista”. Por ello, nos permitimos concluir que el ejercicio del poder real está hoy en manos de la gran industria mediática de formateadores de cerebros.

 

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