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Cabranes, meca neorrural

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Cabranes, meca neorrural

Javier, uno de los neorrurales que se trasladó a vivir a Cabranes. Foto / Iván Martínez.

Javier, uno de los neorrurales que se trasladó a vivir a Cabranes. Foto / Iván Martínez.

Pablo Batalla Cueto / Periodista.

Se llaman Ángela, Roger, Lucía, Carolina, Steven, Richard, Regina o Mary. Son ingleses, estadounidenses o belgas, pero también andaluces, vascos o catalanes. Tienen en común no ser oriundos del concejo asturiano en el que viven: Cabranes, un pequeño edén boscoso, montañoso y sidrero famoso por su arroz con leche y acurrucado entre tres concejos más grandes y conocidos, Villaviciosa, Nava y Piloña. Más allá de eso, nada sustancial une a estos hombres y mujeres de distintas edades, profesiones y biografías excepto detestar la etiqueta que pesa sobre ellos como un irresistible sambenito: hippy, hippies, hippiesco. Su utilización en el poco afortunado titular de una información en un periódico ha levantado ampollas en la comunidad. Lucía Díaz Fanjul, gijonesa y una de estas nuevas habitantes del concejo, envió al diario una carta al director que fue publicada el 5 de noviembre. En ella acusaba a sus responsables de faltar al respeto a los nuevos cabraniegos.

El palabro no disgusta solo por lo que tiene de peyorativo, sino por varios otros motivos que Ángela Rodríguez, zamorana que lleva veinte años en Asturias y un lustro en Cabranes, explica con gusto. El primero de ellos es que hippies es un término concreto y homogéneo para una realidad abstracta y heterogénea; un nombre de costuras excesivamente estrechas para acoger a la vez, por ejemplo, a la propia Ángela Rodríguez, a Lucía y a Roger Smith y Sheila Paveley. Sheila, economista de profesión, y Roger, especialista a su vez en desarrollo comunitario y económico, llegaron a Cabranes desde Coventry, en Inglaterra, por pura casualidad. «Buscábamos una casa en el norte de España y la encontramos aquí: eso es todo», cuenta Roger. La historia de Lucía, periodista de profesión, es parecida aunque el trayecto desde su lugar de origen fuera más corto: buscaba, simplemente, un lugar tranquilo en el cual criar a su hija lejos del bullicio de la ciudad.

La historia de Rodríguez es más larga y comienza en Bimenes, en una ecoaldea llamada La Castañal que acogía hace veinte años y acoge todavía, aunque esté de capa caída, a otra variopinta y activa comunidad neorrural. Allí conoció a Rens, su hoy ex pareja, con el cual acabó estableciéndose en esta nueva meca del movimiento neorruralista. Neorrurales, neorruralismo, neorruralidad: con esta familia semántica no hay mayor problema aunque algo tenga también de reduccionista. «Por un lado —explican con palabras muy similares Ángela y Lucía—, expresa bien que somos gente que vive en el campo pero de una manera distinta a la tradicional: trabaja la tierra de manera diferente, come diferente, etcétera. Por otro, permite abarcar muchas realidades diferentes: artesanos, gente que desarrolla el turismo rural, gente que trabaja fuera pero tiene un horario que le permite hacer compatible vivir en el campo con trabajar en la ciudad, gente vegetariana, gente que come carne, etcétera. También hay gente que hace más vida comunitaria y gente que hace menos, y gente con mejor o peor relación con los locales».

Meca, nueva meca, parece de todas formas una expresión adecuada para una condición epicéntrica que hoy tiene Cabranes y antes tuvo Bimenes: Rodríguez nos descubre, también, un mundo sujeto a tendencias cambiantes que, si hoy tiene en Cabranes su capital, la tuvo en La Castañal hace dos decenios y fue luego teniéndola en lugares como Nava, Lena o la parroquia gijonesa de Mareo antes de recalar en Cabranes, donde el boom data de hace unos tres años. El consabido efecto llamada —uno que trae a dos que traen a cuatro que recomiendan las excelencias de Cabranes a ocho que llaman a dieciséis— y una iniciativa llamada Ramitas explica esta evolución.

El sitio web de Ramitas resume brevemente el propósito de esta red de apoyo formada por «personas y colectivos que, intentando escapar de las relaciones mercantilistas que fomenta la sociedad del capital», decidieron «crear una red en la que los intercambios entre la gente tengan como base no el dinero sino el apoyo mutuo». Con estos loables principios como punto de partida, Ramitas ofrece, entre otras cosas, una base de datos de habilidades, en la cual cada cual consigna y ofrece su especialidad («albañilería, idiomas, masajes, lo que sea»); una red de trueque de bienes y productos de toda clase y un aggiornamento de las tradicionales andeches consistente en cuadrillas de trabajo que se ofrecen para «echar una mano donde se necesite», desde un antiguo puente derruido hasta una finca que deba recuperarse para el cultivo.

Ángela Rodríguez riega sus plantas en su casa de Cabranes. Foto / Iván Martínez.

Ángela Rodríguez riega sus plantas en su casa de Cabranes. Foto / Iván Martínez.

Tres grandes atractivos

Este falansterio de la edad de Internet dispone, también, de un servicio de información de casas y fincas a la venta o en alquiler. En algún momento de la década en curso, aquel uno que después recomendaría a dos que recomendarían a cuatro se estableció en Cabranes gracias a un anuncio de Ramitas, y usó la misma Ramitas para hacer difusión de las bondades del concejo, resumibles a grandes rasgos en tres: en primer lugar, su aún muy desconocida belleza natural, de fama injustamente eclipsada por la de las mecas, en este caso turísticas, del Este asturiano: Llanes, Ponga, Cabrales con ele, Cangas de Onís y así. En segundo lugar, en realidad relacionado con lo anterior, su cierta virginidad: Cabranes está libre de la insidiosa plaga del eucalipto, árbol declarado non grato por sucesivas corporaciones municipales. Tampoco hay en Cabranes, al menos por el momento, ninguna industria contaminante, pese a que la amenaza del fracking —los montes cabraniegos cobijan reservas de petróleo y gas natural— ha sobrevolado el concejo en estos años. Fue, y esto también atrajo a los neorrurales, una activa lucha vecinal lo que alejó en su momento esa posibilidad.

El tercer gran atractivo de Cabranes es su situación geográfica ideal, a dos pasos del mar y de la playa, de la alta montaña o de las grandes ciudades asturianas según en qué dirección se conduzca por carreteras que no hace tanto fueron malas y peligrosas, pero hoy son de la máxima calidad gracias, en parte, a la gestión de alcaldes socialistas que lo han sido por mayoría aplastante en un municipio de sensibilidad fuertemente conservadora y en el que hasta hace una década arrasaba el PP. La citada mejora de las comunicaciones, la del suministro de aguas, una residencia de ancianos o una red de fibra óptica que lleva Internet hasta a la última aldea —esto, sobre todo, también ha atraído a estos nuevos habitantes por la posibilidad que ofrece para trabajar desde casa viviendo, sin embargo, en rincones remotos— son algunos de los nuevos equipamientos de que el concejo dispone desde que en 2003 se aupara a la alcaldía Alejandro Vega, al cual después sucedieron el fallecido Benjamín Prida y el regidor actual, Gerardo Fabián.

Lo individual y lo comunitario

También falansterio parece una palabra atinada: igual que en la utopía de Fourier, este nuevo Cabranes neorrural funciona conforme a un esquema que combina lo individual y lo comunitario. Comuna es una palabra tan proscrita como lo es hippy. No hay cohabitación, desnudismo ni amor libre en Cabranes, ni nadie ha abolido la propiedad privada por más que existan espacios de propiedad colectiva. Cada neorrural habita su propia casa, a veces en aldeas minúsculas y distantes —que se llaman Xiranes, Ñao o Bospolín, entre otros topónimos deliciosamente asturianos—. Pocos de ellos residen en Santolaya, la capital del concejo, y algunos son los únicos moradores de sus aldeas, que ahora resucitan al calor de este éxodo rural a la inversa.

El frío del invierno no impide a la comunidad neorrural celebrar el popular mercadillo en Santolaya. Foto / Iván Martínez.

El frío del invierno no impide a la comunidad neorrural celebrar el popular mercadillo en Santolaya. Foto / Iván Martínez.

Pero ello no vuelve a Santolaya irrelevante en el mapa de la comunidad neorrural. Al contrario, es una pieza clave del mismo: funciona como ágora o punto de encuentro albergando la mayor parte de actividades —aunque no todas— que vertebran la comunidad. No alberga Rizoma, el centro social en construcción que, a imitación de Ramitas, Ángela Rodríguez y otros veinte voluntarios están poniendo en marcha en La Curciada; tampoco albergará La Caracola, especie de guardería itinerante aún en proyecto que por su propia naturaleza carecerá de sede fija. Pero sí grupos de teatro, talleres de arteterapia, proyecciones de cine al aire libre, grupos de ciclismo y montaña y un original programa de actividades comunes entre niños y ancianos —«Mi hija es amiga de ancianos de la residencia a los que yo no conozco», nos cuenta, entre risas, Lucía—, que son algunas de las opciones, sorprendentemente numerosas, de sociabilidad que los cabraniegos viejos y nuevos tienen a mano.

El ágora por antonomasia es, con todo, El Tenderete, un ya conocido mercadillo que atrae gente de toda Asturias y tiene lugar en la plaza de Santolaya el segundo domingo de cada mes para regocijo de Patricia Pardo, cabraniega born and raised y propietaria del cercano bar-tienda Casa Suárez, que cada Tenderete llena de par en par. Pardo está encantada de que los neorrurales afluyan a Cabranes, no solo por lo que ello supone para sus arcas. «Dan vida al pueblo», opina en un sentido general que incluye lo económico tanto como lo humano: la otrora moribunda escuela de Torazu bulle ahora con la vivacidad de decenas de hijos de estos nuevos habitantes. Salta a la vista y a las estadísticas que el concejo, que era uno de los más despoblados y envejecidos de Asturias, ha recobrado vida y población gracias a la invasión neorrural. Lo mismo que Patricia piensan otros nativos, pero no todos: los hay que recelan de estos inmigrantes que transforman radicalmente la estructura sociológica de Cabranes. En una ocasión apareció en el pueblo, cuenta Ángela Rodríguez, «una nota diciendo que treinta hippies iban a ocupar las tierras de la Iglesia».

Esta animadversión de algunos vecinos de Cabranes vuelve todavía más inadecuado el término hippy y titular «El paraíso de los hippies» un reportaje sobre la nueva realidad demográfica del concejo. «No es solo que llamarnos hippies sea una falta de respeto, sino también que si estamos tratando de acercarnos a la población local, de limar asperezas y combatir tópicos, que de pronto se transmita la idea de que queremos convertir Cabranes en una macrocomuna nos echa abajo todo el progreso conseguido», comentan estas hastiadas personas víctimas del tópico y el prejuicio, algunas de las cuales han declinado hacer declaraciones a esta revista por miedo a que ello suponga toparse con un nuevo cañonazo de clichés.

«¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio», decía Einstein.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 36, ENERO DE 2015

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