Afondando
La Europa de los mercaderes (II)
Continuamos con la reproducción del capítulo XVIII de «Memorias de un sindicalista de Aller», de Antón Saavedra. En esta segunda entrega el exsindicalista se detiene en la C.E.C.A. y en su experiencia como representante español en dicho organismo.

Inauguración de una de las sesiones de la C.E.C.A. el 5 de noviembre de 1957.
Recuerdo mi primera intervención en Luxemburgo, cuando fui invitado por la Comisión Europea a participar en unas Jornadas Comunitarias sobre Seguridad Minera en los países de la C.E.C.A., los días 30 de setiembre y 1 de octubre de 1985, donde sorprendentemente, a pesar de haber sido invitado por ellos mismos, no pude intervenir porque la Comisión Europea se había negado a proporcionar el servicio de traducción simultánea para España y Portugal, a la vez que se rechazaba el reembolso de nuestros gastos en concepto de viaje y estancia, basando sus argumentos en que estos dos países solo serían miembros efectivos de la Comunidad Europea a partir del 1 de enero de 1986 (…)
En efecto, con fecha 30 de julio de 1986 recibía la comunicación por escrito del Consejo de las Comunidades Europeas donde se me comunicaba mi nombramiento como miembro de la C.E.C.A. en representación de España, y ese mismo mes participaba en mi primera reunión como miembro de pleno derecho, resultando elegido miembro de la Mesa – la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (C.E.C.A.), creada mediante el Tratado de París de 1951, era una entidad supranacional del ámbito europeo que regulaba los sectores del carbón y del acero de los Estados miembros, promovida y alentada desde 1950 por los franceses Robert Schuman, entonces ministro de Relaciones Exteriores de Francia, y Jean Monnet, negociador designado por el gobierno francés y más tarde primer presidente de la Alta Autoridad de la C.E.C.A., antecedente directo de la Europa de los Seis: Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos -, cargo para el que sería reelegido en los distintos mandatos bianuales, hasta mi cese en el año 1994.
Sin lugar a dudas, las necesidades de la reconstrucción europea de postguerra habían acentuado la sensación de penuria energética que había existido durante el periodo beligerante, y la creación de la C.E.C.A. respondía, al menos teóricamente, al deseo de hacer frente, de forma común, a la cobertura de las crecientes necesidades energéticas favoreciendo y coordinando la producción carbonífera. Así, se observa en estos años de postguerra un fuerte incremento en la producción de combustibles sólidos, que a pesar de su importancia no parecieron suficiente; de ahí que se intentara racionalizar el consumo de este combustible a partir de progresos técnicos en las centrales térmicas y en las plantas siderúrgicas, de tal forma que las necesidades de carbón disminuyeran hasta el mínimo posible.
Otro factor vino a incrementar la sensación de escasez existente: la crisis de Suez de 1956. El cierre del canal por esta causa alarmó a los responsables del aprovisionamiento energético europeo; se creyó entonces que el conflicto iba a durar bastantes años y que, aparte del incremento de precio originado por la necesidad de transportar el crudo a través de la ruta del Cabo de Buena Esperanza, el suministro del mismo quedaría interrumpido, o por lo menos muy retrasado, durante un largo periodo, de tal manera que esta nueva circunstancia empujó a los importadores europeos a establecer contratos de carbón americano a largo plazo, cuyas condiciones de precios y transporte no eran demasiado favorables y cuyos resultados supusieron para Europa un notable incremento de los stocks, que para el año 1957 alcanzaban la cifra de 40 millones de toneladas.
Toda esta serie de circunstancias había ocultado una profunda inadecuación de la oferta energética comunitaria, y en especial los graves defectos que adolecía el sector carbonero, fundamentalmente, por la falta total de una auténtica política minera y energética.
De esta manera, cuando me iba dando cuenta en los sucesivos debates celebrados en aquel edificio Jean Monnet de Luxemburgo, la C.E.C.A., tal y como expresaba machaconamente en mis intervenciones, de ser el organismo internacional que había nacido para favorecer la producción de carbón, se estaba convirtiendo en el instrumento del proceso de reestructuración del sector carbonero en orden a disminuir el volumen de combustible extraído y a conseguir precios y rendimientos equiparables al carbón americano, orientado, por una parte, al cierre de las explotaciones mineras cuya estructura productiva no reuniera las condiciones mínimas de “rentabilidad” establecidas por la propia C.E.C.A y, por otra, a la mecanización, concentración y racionalización de la producción para lograr mejores resultados tanto técnicos como económicos, decían en sus documentos .

Busto de Jean Monnet en el Palacio de la Paz (sede de la Corte Penal Internacional de las Naciones Unidas) en La Haya, Países Bajos
Pero los problemas no provenían solamente de la comparación de los precios o rendimientos entre el carbón europeo y el americano. El carbón europeo, además de enfrentarse a la competencia “economicista” del carbón norteamericano, tenía que enfrentarse a la competencia de otros tipos de energía, como el gas natural y la energía nuclear.
Pero, antes de continuar con las reuniones de la C.E.C.A. para la defensa del carbón europeo, y más concretamente el español, es muy conveniente hacer un alto en el camino para referirnos a algunos de los próceres de la UE, tales como el francés Robert Schuman, uno de los más representativos de la calculada ambigüedad del animal político al servicio de los intereses financieros en los tiempos de entreguerras y de la segunda postguerra mundial.
Robert Schumann, recordado por la Declaración que pasaría a la historia con su nombre, que oficializó en 1950 el matrimonio del carbón y del acero alemanes y franceses como símbolo de la Europa Unida, había tenido antes un papel menos rememorado. En sus inicios fue activo militante en las filas de uno de los partidos que conformaron el Bloque Nacional de Raymond Poincaré, que esbozaba como ejes el patriotismo y el antibolchevismo; en 1938 declaraba su apoyo a los Acuerdos de Múnich, dirigidos por Mussolini y en los que Francia e Inglaterra consentían la anexión de parte de Checoslovaquia por parte de la Alemania nazi.
La declaración Schumann llevaba a efectos otro de esos planes con nombre propio que ordenan la cronología integracionista, el Plan Monnet, que debe su nombre a Jean Monnet – nombre de la sede de la C.E.C.A. en Luxemburgo -, banquero y hombre de negocios francés, que propuso la elevación del poder de un pool de empresas del carbón y del acero. Su contribución le vale el honor de “padre fundador” de la Europa Comunitaria. No en vano era un hombre con experiencia en eso de invertir en terrenos devastados. De hecho, entre 1934 y 1936 vivió en China, asesorando y trabajando para el gobierno anticomunista y ultranacionalista de Chiang Kai-shek, que le había invitado explícitamente a Shangai para dirigir la construcción de ferrocarriles.
Pero, volviendo al carbón, tras medio siglo de declive carbonero, impulsado en la década de los sesenta por la aceleración del ya secular proceso de sustitución por el petróleo, todo hacía prever que la crisis del carbón era irreversible, pero llegados al año 1973, cuando el petróleo convulsiona el mercado internacional a consecuencia de las fuertes y reiteradas alzas en los precios de los crudos y de las destrucciones de la oferta por parte de la OPEP, lo que abría unas expectativas favorables para el carbón.
Efectivamente, como consecuencia de las crisis del petróleo en 1973 y 1979, el carbón adquiría un importante papel en el mercado energético mundial. Así, países como Australia, Sudáfrica, Colombia e Indonesia, planificaron su producción carbonífera cara a la exportación, sin que EE.UU. se viera desplazado en su privilegiada posición en este campo y, lo más sangrante, sin que el gran “mercadón” definiera ninguna política energética europea, hasta el extremo de que las producciones de carbón europeo iba disminuyendo drásticamente, mientras las importaciones crecían espectacularmente, alcanzando en 1990 la cifra de 113 millones de toneladas.

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