
EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS
Natalia Fernández Díaz-Cabal / Lingüista y traductora.
Para este número 50 de ATLÁNTICA XXII, lo lógico en esta sección es que hubiera exhumado a un raro -incluso mejor una rara, por eso de redoblar las rarezas- para deleite y solaz de mis lectores. Pero hoy estamos de celebración, y en las celebraciones una se quita el mono de trabajo, pone espumillón a la escritura, se engalana con algo de purpurina y se dispone a un brindis al sol (o bajo la lluvia, que en Asturias nunca se sabe) con las personas que la han acompañado con admirable sentido de la lealtad. Así que, salud, amigos de este papel. Hoy no vamos de raros ni de raras. Hoy vamos de rarezas. Porque, junto con el mono de trabajo, me quitaré también la máscara de prestidigitadora y explicaré -solo a medias, tampoco quiero generar expectativas- algunos de los trucos.
Aunque trucos hay pocos. Una pasión malsana, transformada en savia benéfica para mis neuronas -y espero que las vuestras- hacia lo poco común, hacia lo que no es habitual. Una especie de ánimo arqueológico aplicado al alma humana. ¿He dicho humana? Pues estoy faltando levemente a la verdad -enfatizo: levemente-. A mí lo que me va, y un archivo copioso da fe de ello, es la rareza zoológica. No se trata de ninguna perversión inexplicable o vergonzante. Se trata de historias del mundo animal que suenan extrañas y a la vez seductoras. Hoy os regalo algunos de los títulos más sonoros que he ido recogiendo: “La araña que se castra a sí misma”, “Los chimpancés y el sentido de la justicia”, “Una oropéndola macho no se siente atraída por su especie y corteja largamente a una cigüeña” o “Peces feminizados por efecto de la contaminación”.
Confieso que estas historias me enloquecen. Así que no sé si fue primero el huevo o la gallina (nunca mejor dicho). O lo que es lo mismo: si primero me interesaron los raros zoológicos para luego pasar a los antropológicos. O si todo fue como un big bang que ocurrió de manera bella y armónicamente simultánea. Porque el cazador o la cazadora de rarezas se entusiasma con todas ellas. Debo decir que tampoco excluyo las de origen mineral… Sé que probablemente padezco algún tipo de adicción que incluso hasta es posible que esté censada por la OMS bajo algún epígrafe rutilante: “síndrome obsesivo por ejemplares de especies extintas”.
La primera vez que se me ocurrió plantear una serie sobre escritores raros fue hace muchos años, y lo ofrecí a un editor de una sugerente revista literaria en Ámsterdam. A estas alturas de la vida admito con humildad e hidalguía que me miró como quien duda de la conveniencia de llamar al 112, o con el asombro de quien descubre a un ejemplar extraño huido de un frenopático. Comprenderéis que el proyecto no prosperó. Por eso estoy tan agradecida a ATLÁNTICA XXII, y en especial a Xuan Cándano -para quienes escribo desde el segundo número, con lo que se podría afirmar que ellos son los cincuentones y yo una muy satisfecha cuarentañera…-. Les estoy agradecida porque no solo no se asombraron como quien ve a uno de los tantos personajes a los que he biografiado, sino que han aplaudido la idea y le han dado acogida con una generosidad asombrosa -lo que, por otro lado, no hace más que agravar mi síndrome… y a lo mejor el de algunos lectores incautos… porque la rareza (y ese sí es un truco, amigos)… la rareza… ¡es contagiosa!-.
Héroes fracasados
¿En qué me fijo de un raro? ¿Me atraen los héroes? ¿El brillo de sus vidas, de sus obras? Pues más bien me fijo en lo contrario: en aquellos que han optado por un camino -aunque lo sabían pedregoso-, en aquellos que son fracasados vitales -parto de la base de que yo reivindico el fracaso como uno de los estadios de perfección de la existencia-.
Dicho esto, sí pienso que todas mis raras y todos mis raros tienen un halo de heroísmo. Un heroísmo algo arcano, de esos que generan miedo, de esos que no “venden”. Un heroísmo cercano a los mitos griegos, donde esos pobres humanos aspiraban a ser dioses, y terminaban dándose de bruces con sus propias limitaciones y miserias. Y sin embargo, hay grandeza en esa pequeñez a veces elegida.
Una razón añadida para que me interesen los que van a contracorriente: porque, pese a que saben que absolutamente nadie vendrá a rescatarlos de su caída, siguen marchando por un camino solitario, donde la única luz legítima es la que ellos, en su soledad, ven o se inventan. Y la siguen, con esa tozudez de los incorruptibles. Algunos han pasado por locos; otros por simples excéntricos.
Pero el tiempo, aunque cicatero en sus concesiones, les ha acabado dando la razón. Con la boca pequeña, eso sí: sobre la tumba de todos mis raros nadie acude a dejar flores frescas, ni se acusa rastro alguno de dolor por su pérdida. Se han esfumado. Se han ido con el bagaje de sus propias vidas. Por eso pienso que hay un compromiso ético, por mi parte, al reflotarlos: a fin de cuentas, las palabras quedan. Y gracias a la inmortalidad de cartón piedra que nos brinda Internet, aún más.
Mis particulares héroes de papel han muerto en silencio, tras haber vivido, dependiendo del caso, entre mucho estruendo o el más inquietante de los silencios. Muchos no son ya ni cenizas. Otros, con más suerte, tienen el nombre de alguna calle de esas que solo suenan gracias a los mapas urbanos, o algún monumento mustio donde los gorriones dormitan al atardecer. La sentencia de convertirse en polvo sirve para héroes y villanos. ¡Qué democrática es la muerte!
Porque una cosa es cierta: lo mismo que desmenuzo las vidas de mis raros, desmenuzo sus muertes. Hay maneras y estilos de vida; y hay maneras y estilos de muerte. Y pienso que, aunque se trate de un tema denostado -a nadie le gusta mentar a la implacable de la guadaña- es tan fundamental que en realidad estaríamos condenados a no entendernos jamás si no somos capaces de asumir que estamos hechos de ese juego de claroscuros. Puede que a algunos les parezca tétrico. A mí me parece tan fascinante como la más preciada pieza de un museo.
Por eso hago lo que hago: porque, en cinco o seis columnas, saco a pasear ese silencio de los héroes extintos que, por unos minutos, saltan desde las gradas de la página y toman al asalto nuestra emoción y nuestra memoria.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 50, MAYO DE 2017
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