
Ramón Cavanilles con Lluis X. Álvarez y Emilio Lledó.
Isabel Argüelles Rozada / Graduada en Filosofía.
Es difícil escribir acerca de quien solamente se conservan pequeños fragmentos de imágenes esparcidas, desordenadamente, por la memoria. Cuando Ramón Cavanilles murió, yo era una niña y para mí él solamente era mi abuelo.
El recuerdo más nítido, repetido cíclicamente cada año, que de él conservo es verlo sentado en el salón, leyendo y fumando, esperando para la cena de Navidad. Su mesa siempre estaba ocupada por una gran cantidad de libros, y a su alrededor estaban dispuestas numerosas estanterías con muchos otros libros más. Parecían guarecerlo. Mi hermana y yo entrábamos para abrazarlo, él nos sonreía cálidamente, nos hacía preguntas sobre Primaria, sobre nuestros amigos, sobre nuestras aficiones, y nos hacía alguna que otra broma. Después volvía, de nuevo, a sumergirse en la lectura. Sigo teniendo presente lo difícil que me parecía saludarlo: era como despertarlo de un sueño profundo.
Esta escena apenas cambiaba cada Navidad. La única variación era que nosotras crecíamos, y que él envejecía y hablaba, quizás, un poco menos cada vez. La constante era la lectura (y el fumar), siempre aferrado a un mundo que parecía muy lejano al mío. Aun así, por esa época ya sabía que esos libros que lo rodeaban no eran más que una pequeña parte de la biblioteca que, en su tiempo, había logrado formar, y que fue perdida por un incendio de causas inciertas pero de consecuencias bien conocidas: un sentimiento de desolación, de tremenda tristeza, que lo invadiría para siempre. Ahí se guardaban libros que marcaron su vida, libros que fueron los cimientos de la personalidad intelectual en que finalmente se convirtió, y también libros incunables, libros únicos destrozados por una mano vil, envidiosa y torpe.
Discusiones pendientes
Otro recuerdo que aún tengo de él es su paleta de colores. Siempre iba vestido de tonos marrones y verdosos, de manera sobria pero elegante. Ahora me doy cuenta de que se vestía de los colores de la tierra asturiana que lo vio crecer y por la que tanto luchó. Colores que proyectó durante su vida en El Porreo, siempre lleno de verdor y de vida.
Solo supe quién era realmente ‘Ramón Cavanilles’ y hasta qué punto fue importante años después de que falleciera y, especialmente, con mi llegada a la Universidad, donde conocí a Lluís Xabel Álvarez. Me gusta pensar que del cultivo que dejó germinaron, sin saberlo, mis principios políticos, mi respeto y amor (siempre crítico) por Asturias, mi trayectoria académica en el campo de la Filosofía. Campo que, de seguir vivo hoy, podría cuidar (regar) junto a él, empapándolo con sus vastos conocimientos.
Siempre nos quedarán incontables charlas abuelo-nieta y, seguramente, muchas discusiones pendientes (ambos éramos, somos, personas con genio). Hoy solo puedo establecer esas conversaciones de manera indirecta, atesorando lo que otros pudieron escucharle y leyendo lo que él mismo quiso dejarnos. Pero su figura y su obra quedarán siempre en el fondo de las luchas que aún en el presente nos toca acometer.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 56, MAYO DE 2018
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